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domingo, 4 de abril de 2010

Sin que nadie se de cuenta, Pablo Boyé


Sin que nadie se dé cuenta

El asunto ya de por sí era complejo, pero jamás rechazaste un trabajo y no ibas a hacerlo ahora. “Sin que nadie se dé cuenta” te habían dicho. Nunca te habían pedido algo así y eso te aterrorizó. Si el asunto ya de por sí era complejo, esas palabras lo hicieron aún más. Quizá pensaron que a una persona como vos no te iba a resultar difícil, confiaban en tu experiencia y en tu audacia, en tu talento y en tu responsabilidad, no por nada sos el mejor en lo que hacés.

Tuviste que decir que sí, que no había problema, que lo resolverías y que iban a quedar satisfechos, que sos un profesional, de los mejores, el mejor de todos sin duda. Ellos no sabían pero por dentro esas palabras te quemaban el cerebro, te apretaban ahí donde se unen el cuello y los hombros, te estrujaban el estómago y te pateaban en ese lugar en el que tanto te duele. “Sin que nadie se dé cuenta”. ¿Podía ser posible? ¿En verdad habían dicho eso y te lo habían dicho a vos? ¿Qué necesidad había? No habías escuchado mal, aunque por un momento lo dudaste, pensaste si no lo habías alucinado, si no era efecto del vodka; quisiste preguntarles si realmente te habían dicho eso pero te lo repitieron antes de que pudieras hacerlo, “sin que nadie se dé cuenta”, ahí estaban otra vez esas palabras para desestabilizarte.

Por un instante pensaste en salir corriendo y desaparecer, dejar que ellos se encargasen de sus propios caprichos, mandarlos al diablo y a otra cosa. Pero igualmente aceptaste. Estaba en juego tu reputación, tu nombre. Tenías poco tiempo y lo sabías, te lo habían dicho, tenía que ser “hoy a la noche” y “sin que nadie se dé cuenta”. ¿Por qué lo repetían? ¿Por qué te hacían sufrir? ¿No se daban cuenta de que cada vez que pronunciaban esa frase un frío punzante te atravesaba la espalda? Parecía tan sencillo decirlo, decírtelo. Y no se daban cuenta de que esa cláusula lo estropeaba todo. Que el asunto fuera complejo no te afectaba, siempre eran complejos los asuntos, pero no te afectaba, porque sos el mejor. Pero esa frase era una ola que destruía tu universo construido con arena mojada. ¿Y qué podías hacer? Ya habías dicho que sí y no tenías mucho tiempo, ¿dos horas como mucho?, ¿tres, quizá?

Cuando tomaste tu viejo impermeable y saliste a la calle ya era casi de noche. Los faroles de las veredas parecían comprender tu temor. La primera gota que viste caer y destrozarse contra el suelo casi te hace llorar, pero a medida que empezaron a caer más y más te diste cuenta de que lo masivo hace que lo individual pierda su esencia y te echaste a reír como un idiota. Te extrañaste porque vos no sos un tipo sentimental y mucho menos reflexivo, y hasta donde vos creías tampoco eras un idiota. Pero desde que saliste de aquel edificio no eras el mismo. La lluvia era intensa y fría pero te ayudaba a mantenerte atento.

Llegaste a la esquina y te tomaste el primer colectivo que pasó o quizá el segundo, lo importante era despistar, no se tenía que dar cuenta nadie. Tal vez la mirada de asco que te dirigió la señora del primer asiento te sobresaltó, pero cuando viste tu barba mal afeitada en el reflejo del vidrio comprendiste su repulsión. Tu cabeza era una maraña de posibilidades y sabías que estabas navegando por aguas desconocidas. Tenías miedo pero a la vez lo disfrutabas, tenías que armar todas las piezas y trazar un plan perfecto. Seguramente fuiste enumerando uno a uno los pasos que debías seguir, estableciendo un orden lógico y cronológico imposible de romper, una matemática inquebrantable. Sos incapaz de escuchar un disco y no escuchar todos sus temas en el orden en que están predispuestos, o de leer dos libros a la vez. Sos preso de tu obsesión y eso es tu virtud y tu defecto. Todo para vos tiene que ser perfecto. Perfecto. Pero esta vez era distinto, “sin que nadie se dé cuenta” te habían dicho, eso era lo principal.

Tocaste el timbre luego de la octava parada y te bajaste en la novena. Ya en la vereda, miraste en todas direcciones y quizá te hubiese llamado la atención que las calles estuvieran vacías si no estuviese lloviendo, pero llovía a cántaros. El mal tiempo podía ser un excelente aliado ya que el tiempo de reloj no lo era.

Caminaste unas cuadras en cualquier dirección como un turista perdido, aunque tu ropa no era la de un turista. Tomaste un taxi y luego otro colectivo, quizá también viajaste en subte y deambulaste unas calles más para por fin llegar a donde tenías que… lo importante era que no se diera cuenta nadie, y eso te aterraba.

Entrar al edificio no te fue difícil, apuesto a que jamás te costó hacerlo. Podrías lograrlo con los ojos cerrados y las manos atadas, de eso estoy seguro. Tu padre te enseñó todo o casi todo lo que sabés y lo que aprendiste a perfeccionar, y por eso no dudo que entrar a un edificio no sea una tarea complicada para vos. Una vez adentro observaste en todas direcciones y no viste a nadie, de momento todo iba saliendo bien. La tormenta te ayudó cortando la luz del edificio, o quizá lo hiciste vos, pero decir que fue la tormenta da un tono más místico al asunto, tal vez lo tomaste como un buen presagio. El portero del edificio no estaba, probablemente la gente que te había contratado se había encargado de ello, aunque bien podría haberse tomado el día. No reparaste en esa cuestión; subiste por las escaleras hasta el décimo piso totalmente a oscuras (a lo mejor es cierto eso que dicen de tu visión felina). Antes de llegar al décimo escuchaste un ruido y te quedaste inmóvil, oculto en la penumbra, como si en la oscuridad fueras más que invisible, transparente, aunque parezca lo mismo. Te horrorizaste. ¿Habría alguna persona allí o solo fue un ruido de las cañerías? No podías distinguir, estabas paralizado, toda la misión se podía ir al tacho, al abismo, junto con vos y tu nombre y tu reputación y...

No habrán sido más de cinco minutos los que estuviste estatuado en la oscuridad, sin que se repitiera aquel ruido o que se escuchara otro diferente. El edificio seguía en sombras. Decidiste seguir avanzado y te alegraste al no ver a nadie allí, seguramente hiciste una de esas muecas que para vos son una sonrisa o exclamaste algo en tono de felicidad, pero no creo porque tenías que ser muy cauteloso. De todos modos estoy seguro de que te regocijaste inmensamente por dentro.

El departamento “C” estaba al final del pasillo, te sacaste los zapatos para que tus pasos no retumbaran y así poder acercarte con el mayor sigilo posible. Indudablemente tus sentidos estaban agudizados al máximo. Te arrimaste a la puerta y te cercioraste de que no había peligro si entrabas en ese momento. Forzaste la cerradura y antes de abrir comprobaste que las balas estuvieran en su sitio, a esa altura del asunto no podías dejar nada librado al azar.

Entraste. Cerraste la puerta con la delicadeza de una flor o de una mariposa. Miraste para todos lados y no viste a nadie, eso estaba bien, o eso creías. Avanzaste por el pasillo hasta el comedor, no sin antes revisar el baño y la cocina que estaban vacíos. Un olor a carne al horno con papas noissete: quizá pensaste que después tendrías tiempo de comer algo.

“El diputado Vanegas hará su declaración mañana a primera hora por el asunto del contrabando de armas que involucra al ex-presidente…”. La radio estaba fuerte y ya la escuchabas desde antes de entrar al comedor, te extrañó que hubiese un aparato funcionando pero te acordaste de que también existen radios a pilas. Yo estaba sentando en el sillón al lado de la lámpara, con los ojos entrecerrados y casi dormido, tranquilamente podrías haberme disparado en la nuca y salir corriendo de allí. Probablemente lo pensaste; apuntaste y hasta quién dice posaste los dedos en el gatillo y estuviste a punto de disparar. Pero vos te conocés mejor que nadie y sabés que tenés que controlar todo, y todo debe que salir a la perfección. Miraste a derecha e izquierda, arriba y abajo, observaste todos los puntos de la casa y confirmaste que solo estábamos vos y yo. Vos y yo, y cuando me apuntaste en la frente y estuviste a punto de soltar el gatillo te aterrorizaste, un horror atroz invadió tu cuerpo, no gritaste pero diría que aullaste por dentro, seguramente tu corazón se detuvo y estalló, habías planeado todo y no pudiste desenredar lo complejo del asunto, “sin que nadie se dé cuenta” te habían dicho y vos tuviste que decir que sí porque tu orgullo es más grande que tu propio ser, dijiste que sí a pesar de la sensación que eso te causaba por dentro, sabías que estabas condenado a fracasar antes de aceptar, pero ya habías aceptado desde antes de que te lo dijeran, habías aceptado y ahora solo allí estábamos vos y yo y nadie más y te diste cuenta de que cuando soltases esa bala sobre mi cabeza y desaparecieras en la noche… “sin que nadie se dé cuenta” te habían dicho. Y te quedaste paralizado. ¿No es así?

¿Y ahora, qué vas a hacer?


1 comentario:

  1. Interesante el cuento. Onda que yo algo asi no lo haria jamas jaja. Pero eso a veces enseña a no aceptar las cosas asi como vienen. Onda que primero tenemos que detenernos a pensar si realmente estamos preparados o somos capaces de hacerla y despues decir "SI" o "NO". Porque a veces es mejor decir "NO", ser sinceros y desentenderse del asunto antes que decir " SI" solo para quedar bien y luego meterse en un mar de problemas que no sabemos donde nos van a llevar ni como los podemos resolver.
    No se. Al menos eso es lo que me parece a mi.

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