tag:blogger.com,1999:blog-30479838607190157792024-02-19T00:19:30.369-03:00Un Cuento por DíaQue otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído. Jorge Luis BorgesMariano De Maríahttp://www.blogger.com/profile/03725298376027518955noreply@blogger.comBlogger72125tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-14283498004031711142012-11-21T18:50:00.002-03:002012-11-21T18:50:09.692-03:00¿Y si volvemos?<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">
¿Qué opinan?
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A pesar de que el blog esta inactivo, veo que muchas personas lo siguen visitando. ¿Les interesaría que volvamos a abrirlo?
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Muchas gracias a todos los visitantes anónimos que nos dan ganas de seguir con este proyecto !
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CxD
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com20tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-86921413646669775902010-12-12T15:16:00.001-03:002010-12-12T15:16:50.452-03:00Anuncio<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Gracias a todos por el apoyo que han dado a este blog, por los comentarios, los tweets, los mails y a los escritores por sus cuentos.<br />
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El blog se dio de baja debido a que pasó a ser demasiado trabajo para una sola persona.<br />
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Algún día con más gente involucrada y un mejor plan de trabajo lo vamos a revivir. Quedaron muchisimos cuentos en el tintero por subir.<br />
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Interesados en participar del proyecto los invito a escribir a:<br />
cuentopordia [arroba] gmail [punto] com<br />
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Muchas Gracias.<br />
CxD.<br />
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-26253160045905606532010-05-23T15:39:00.000-03:002010-05-23T15:39:42.412-03:00La Casa del Arbol, Gustavo "elbuscapie"<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">El colectivo que me regresaba a mi pueblo después de una vida devoraba los kilómetros con lentitud. Todo un día viajando habían hecho que mis 45 años comenzaran a pesarme. Para peor, la jornada era uno de esos días clásicos del verano de la pampa húmeda.<br />
Por la ventanilla podía ver unas nubes que prometían derrumbarse en aguacero muy pronto y pensé que la lluvia es lo más cerca que a veces podemos estar del cielo.<br />
Creo haber dicho que yo regresaba a mi pueblo luego de casi treinta años… esperaba encontrarlo igual: con sus calles de tierra, con sus pocas manzanas, con su club, con su idiosincracia…<br />
Mi lugar se llama “Pujanza”, y como dije es un pequeño pueblo enclavado en una llanura enorme, caliente y húmeda que los mapas de primaria muestran como Pampa Húmeda. Seguramente los primeros colonos esperaban más de lo que hoy es, por eso el nombre…<br />
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Yo había nacido en un campo, propiedad de alguien que pocas veces aparecía por allí y que ni vale la pena tratar de recordar el nombre; mi padre, un paisano rústico y querible, hacía las veces de capataz de la estancia ganadera. Era respetado y obedecido por un puñado de peones que más tenían de voluntariosos que de capacitados.<br />
Tuve una infancia feliz, no puedo negarlo. Mi ingreso a la escuela me había regalado a mis primeros amigos: Malena y Vicente.<br />
Malena era una nena de mi edad, un poco gordita y de risa fácil. El hecho de estar creciendo sin una madre le parecía natural, aunque ahora y a la distancia me doy cuenta cuánta falta le hacía.<br />
Vicente era el distinto, su padre tenía campos propios y eso le daba un aire de superioridad que a veces contrastaba con su natural inocencia. Aparte era dos años mayor que nosotros, lo que lo envestía de algún tipo de autoridad.<br />
La infancia nos había regalado infinidad de momentos felices. Bueno, también tuvimos nuestras desavenencias, pero el tiempo tiende a suavizar algunos malos recuerdos y a convertirlos en risibles.<br />
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El colectivo seguía con su trajinar, entrando en cada caserío y en cada pueblo. A esa hora de la tarde, un calor sofocante y la proximidad de la tormenta hacían que el aire fuera irrespirable.<br />
Yo sabía que mi pueblo no tardaría en aparecer como una mancha gris en medio del verde del verano…<br />
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Me acuerdo de un verano y me acuerdo de todos los veranos. La escuela dejaba paso a la libertad y tratábamos de devorarla a mordiscones. Un verano en especial, cuando mis diez años me otorgaron cierta habilidad manual; habíamos construido la casa junto a un viejo sauce, uno de los tantos que rodeaban mi pueblo. Habíamos conseguido madera y clavos, y con más ganas que facilidad levantamos la pequeña construcción bajo una cortina llorosa de hojas verdes.<br />
Luego le hicimos unos banquitos y nuestra casa estaba lista para habitar. Nos pasó que después no sabíamos que hacer los tres dentro de ella y poco a poco y verano tras verano la fuimos abandonando.<br />
<br />
El colectivo se detuvo y yo sabía que era la última parada antes de mi pueblo. Alguien subió y alguien bajó… vuelta a rodar con rumbo a Pujanza.<br />
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La niñez había dejado paso a la adolescencia, y con ella llegó es despertar. Ya Malena no era nena regordeta ni nosotros los mismos. Alrededor de los catorce me pareció ver que nuestra amistad cambiaba y que Vicente, mi amigo Vicente, era un competidor. Cualquier motivo era bueno para discutir, rivalizar y mostrar finalmente orondos nuestra victoria o esconder lo más rápido posible la vergüenza de la derrota..<br />
Yo sabía que pasaría, sí que lo sabía. Y también supe que pasaba el día que los dos de la mano me lo confirmaron. Ese fue el día que decidí que mi pueblo me quedaba chico y que mis diez y siete años eran suficientes para buscar mi destino en otros lados.<br />
Pocos día después, un colectivo resoplón me alejaba de Pujanza y yo no me daba cuenta que en realidad no era una partida sino el comienzo del regreso…<br />
<br />
Por fin paró, por fin pude pisar de nuevo mi pueblo. Como dije, una vida me había llevado volver; una vida, unas vidas, ciudades, destinos, amores y otros cuerpos.<br />
El pueblo estaba igual y to ahora no sabía para qué había vuelto. Caminé desde el parador al club bajo un cielo ya decididamente negro. Entré y un deja vú me regaló la misma visión de años atrás. Luego alguien me reconoció y vino a saludarme, luego varios vinieron, luego la mesa y el vaso, luego la charla…<br />
Todo seguía más o menos igual, todo había cambiado. Vicente, me contaron, se fue de Pujanza el año siguiente de mi partida y ahora era abogado en alguna ciudad grande. No quise preguntar por Malena, pero las respuestas llegaron solas y terribles. Todo se había derrumbado, viejos y nuevos dolores se presentaron, la incertidumbre, el no saber… que se yo. Malena ahora vagaba por las calles de Pujanza a merced de quien tuviera la caridad de darle algo de comer o mejor, una moneda para un alcohol de dudosa calidad. Me advirtieron, me contaron; no quise creer. Salí a buscarla.<br />
No me dio mucho trabajo encontrarla… en realidad nadie puede tardar en encontrarse en un pueblo de pocas manzanas… Me quedé quito, algo me partía en dos y las visiones se mezclaban, una angustia de años y tantas veces ocultada volvió. Ela me reconoció y no hizo más que bajar la cabeza, no se si de vergüenza o por tratar de ocultar sus ropas viejas y sucias. Una mano se disparó a sus cabellos todavía rubios en un intento femenino y desesperado por cuidar su aspecto. Ella estaba volviendo y yo la abracé. Por suerte el cielo fue piadoso y las primeras gotas no la dejaron ver mis lágrimas.<br />
Me dijo que todo había pasado, y que todo había quedado, y que todo la habían hecho, y que todo la había deshecho. Me dijo si y no, yo ya no sabía que decir ni que decía. Una mano me guió hasta el borde del pueblo, hasta el viejo sauce, hasta la vieja casa del árbol.<br />
Tuve que encogerme para poder entrar, pero quise morir cuando descubrí que contrariamente a lo que sucede con nuestros recuerdos infantiles, la casa del árbol era más grande de lo que yo recordaba. Todo estaba intacto, todo estaba…<br />
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“Todo lo conservé, es lo que fuí y lo que quiero ser”, me dijo. Afuera la tormenta que se hacía noche… adentro el destino que me había ido a buscar...<br />
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<span style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">Perfil de Gustavo en Taringa: </span><a href="http://www.taringa.net/perfil/115486" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">http://www.taringa.net/perfil/115486</a> <br />
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</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-23947675777039522372010-05-22T14:19:00.000-03:002010-05-22T14:19:23.760-03:00Esperando, Guido Balbiano<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Él era otro más que buscaba algún tesoro u a la postre objeto sin valor que, pasara lo que pasara tras su descubrimiento, hasta el momento de la verdad era un posible hallazgo que cambiaría a la humanidad. Así lo era el Santo Grial, así lo era la caja de Pandora.<br />
<br />
Algunos la habían realmente buscado, siempre sin éxito, de los cuales sólo pocos prefirieron transcribir sus experiencias a algún derivado del papel. Otros optaron por ser ficticios y ser acompañados por un troglodita al que nombrarían Argos para que un tal Borges contara lo pasado otorgándole el crédito a un tal vez también ficticio Pope.<br />
<br />
Algunos la buscaban en forma de río o arroyo. Otros, entre los cuales él se creía ubicar, preferían imaginársela dando vueltas en el ciclo sin fin de una fuente.<br />
<br />
El agua era la misma, con las mismas propiedades, con la misma capacidad de permitirle vivir eternamente a quién la bebiese.<br />
<br />
Él se sentía capaz de ser el primero que encontrase la Fuente de la Juventud. Estaba de acuerdo con la idea de una fuente, aunque no con lo de juventud, el ya estaba pasado en años para eso. No era una edad tan avanzada, pero la conservaría por siempre de tener suerte.<br />
<br />
Una seguidilla de indicios lo llevó hasta ese lugar. Como quien busca un tesoro pirata, comenzó con un mensaje secreto escrito con las letras mayúsculas en la Carta Magna y terminó con una lengua muerta transcripta en la piedra más recóndita del castillo más oscuro de las colinas de Escocia.<br />
<br />
Atravesó tantas culturas para llegar ahí que ya no podía decir exactamente dónde estaba. Volver iba a ser otra odisea.<br />
<br />
Poco a poco se adentró en una estructura rocosa, reinada por el calor, la humedad y la falta de aire. Escaleras, pasillos sinuosos, y lo que parecía ser otro laberinto además del que tenía vagando a sus neuronas en su cabeza. Sólo lo reconfortaba la fuente al otro lado de Dios sabe cuál de todas esas paredes.<br />
<br />
Su lengua comenzó a tomar una consistencia parecida a la de las piedras a su alrededor, tal vez menos húmeda. Tal vez era otra alucinación, pero creyó poder ver su cara reflejada en uno de los muros, como si éste fuese el más claro de los espejos. Esa grieta era el contorno de su nariz, aquel hueco era uno de sus ojos, esa gotera… sus lágrimas.<br />
<br />
Trató de secarse sus mejillas, pero no había qué secar. Rápidamente comprendió y utilizó el pozo de su boca para recolectar el agua cayendo. Su sed se fue saciando poco a poco, más allá del asco que eso le pudiera causar.<br />
<br />
Recobró las fuerzas que parecían perdidas para tratar de salir de ese lugar que parecía no ser finalmente el camino correcto. La falta de una salida lo corroboraba. La entrada sería su improvisada salida.<br />
<br />
Comenzó a caminar, pero no recordaba el camino llevado a cabo. Al cabo de una o dos horas sus piernas dejaron de responder y se tiró al piso. No supo cuánto tardó en quedarse dormido ni cuánto más en despertar.<br />
<br />
Pudo volver a caminar, pero no tardó en darse cuenta que estaba dando vueltas hasta llegar a ese mismo lugar.<br />
<br />
Decidió quedarse acostado ahí, mirando el techo que cada vez se parecía más a las paredes y al suelo. Tal vez le habría venido bien la compañía de Argos. Se dormía intermitentemente esperando a que un sueño le revelara la salida.<br />
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219 años después sigue esperando.</div><br />
<div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">Blog de Guido: <a href="http://grafoteca.wordpress.com/">http://grafoteca.wordpress.com/</a></div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-48178305434668065572010-05-21T11:00:00.000-03:002010-05-21T11:00:02.076-03:00El hijo de Butch Cassidy, Osvaldo Soriano<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.<br />
<br />
Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos.<br />
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La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.<br />
<br />
Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.<br />
<br />
El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.<br />
<br />
No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.<br />
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Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.<br />
<br />
Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.<br />
<br />
Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?<br />
<br />
En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Fuhrer , que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.<br />
<br />
Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no habia ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dió un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.<br />
<br />
A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.<br />
<br />
Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.<br />
<br />
Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.<br />
<br />
Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.<br />
<br />
El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.<br />
<br />
En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.<br />
<br />
Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.<br />
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La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detras de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.<br />
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En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.<br />
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Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.<br />
<br />
Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.<br />
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Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.<br />
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En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.<br />
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Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.<br />
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Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.<br />
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A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.<br />
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En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.<br />
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William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dió el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-10114342405631313232010-05-20T11:00:00.000-03:002010-05-20T11:00:00.338-03:00Cara de Luna, Jack London<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">La cara de Juan Claverhouse era un fiel trasunto de la luna llena; ya conocen ustedes el tipo: los pómulos muy separados, la barbilla y la frente redondas, hasta confundirse con los rubicundos mofletes, y la nariz ancha y corta, como una pelota de pan aplastada en la pared, ocupando el centro de la circunferencia.<br />
<br />
Quizá fuera ésta la razón del odio que sentía por él; su presencia me resultaba insoportable, y lo conceptuaba como una especie de mancha sobre la tierra. He llegado a creer que mi madre, durante el embarazo, tuvo algún antojo, algún motivo de resentimiento con la luna; qué sé yo...<br />
<br />
Sea por lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe creerse que él, por su parte, me había dado motivo alguno, por lo menos a los ojos del mundo; pero la razón existía, no cabe duda, aunque tan oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder expresarla. Todos conocemos esta clase de antipatías instintivas; vemos por primera vez a un desconocido, a una persona cuya existencia ignorábamos y, sin embargo, en el momento de verla decimos: “No me gusta ese hombre o esa mujer”. ¿Por qué no nos gusta? ¡Ah! Lo ignoramos; no sabemos sino que es así, que nos cae antipático; eso es todo. Tal fue mi caso con Juan Claverhouse.<br />
<br />
¿Con qué derecho era dichoso un hombre semejante? Nunca vi optimismo como el suyo; siempre risueño, siempre contento y siempre encontrándolo todo bien, ¡maldita sea!...<br />
<br />
No me importaba nada la alegría de los demás; todo el mundo puede reír, hasta yo... antes de conocer a Claverhouse; pero la risa de éste, aquella risa, me irritaba, me enloquecía, me ponía furioso, fuera de mí... Era una pesadilla constante, a la que no podía sustraerme, un demonio maldito, cuyo abrazo infernal me ahogaba. ¡Qué risa! Estentórea, homérica, gargantuana; despierto o dormido, su vibrante sonar me arañaba el corazón como con las púas de un peine gigantesco. La oía al despuntar el alba, a través de los campos, y sus ecos me robaban las delicias de un plácido despertar; la oía bajo el cielo clarísimo del mediodía, cuando la Naturaleza entera parecía dormir borracha de luz y de calor, y sus “¡ja! ¡ja!” se elevaban sonoros en el silencio de los valles; y la oía en medio de la noche, en que me despertaba el irritante chasquido de aquella risa diabólica, haciéndome dar vueltas en la cama y clavarme las uñas en las palmas de las manos, en un paroxismo de rabia impotente.<br />
<br />
Más de una madrugada me levanté con el único objeto de desparramar sus rebaños por las campiñas sembradas, y sólo conseguí escuchar otra vez, por la mañana, su eterna risa, mientras los congregaba de nuevo en sus rediles.<br />
<br />
-Pobres bestezuelas -decía-. ¡No tienen culpa, al ir donde su instinto las lleva, buscando mejores pastos!...<br />
<br />
Tenía Claverhouse un perro que atendía por Marte, un hermoso animal, mezcla de mastín y galgo, con rasgos característicos de ambas especies. Marte, más que su perro favorito, era casi un amigo para él, y siempre se les veía juntos.<br />
<br />
Después de una paciente espera, llegó el día y la hora de poner en práctica mi maquinación. Con halagos atraje al animal, y un pedazo de carne con estricnina hizo el resto, aunque perdí mi tiempo y mi habilidad de una manera lastimosa, pues la risa de Juan siguió siendo tan frecuente como antes y su cara se parecía cada vez más a la luna llena.<br />
<br />
Entonces prendí fuego a sus trojes y a sus graneros, y a la mañana del día siguiente, que era domingo, lo encontré tan alegre como de costumbre.<br />
<br />
-¿Adónde va? -le pregunté cuando nos cruzamos.<br />
<br />
-A pescar truchas -me dijo contentísimo-; me entusiasma la pesca.<br />
<br />
¿Ha existido jamás un hombre semejante? Sus trojes y sus hórreos no estaban asegurados -lo sabía-, y el incendio había convertido en humo su fortuna; pero allá iba, lleno de regocijo, en busca de una cesta de truchas, simplemente porque “le entusiasmaba la pesca”.<br />
<br />
Si en aquel momento hubiera visto en su cara la expresión de la pena, por poca, por ligera que ésta hubiera sido; si la cara se le hubiese alargado, perdiendo aquel aspecto de luna llena, quizá le habría perdonado el crimen de existir; pero, por el contrario, la desgracia parecía aumentar su alegría.<br />
<br />
Lo insulté a propio intento, y no vi en su cara signo alguno de despecho; todo lo más, un gesto de sorpresa bondadosa.<br />
<br />
-¿Pelearnos?... ¿Y por qué? -me preguntó con lentitud, y añadió, echándose a reír-. ¡Ja,ja! ¡Qué gracioso es usted! ¡Ja, ja!... De verdad, me hace usted muchísima gracia.<br />
<br />
¿Qué hacer? La cosa era horrible, inverosímil, inaguantable... ¡Cómo lo odiaba, Dios poderoso!...<br />
<br />
Luego, aquel nombre: Claverhouse. ¿Por qué Claverhouse? Me hacía la pregunta mil veces. No me hubiera importado que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... ¡Claverhouse!... ¿Es posible que exista alguien con semejante nombre? “No”, me responderán ustedes, y “no", me respondía yo mismo.<br />
<br />
Pensé en su hipoteca y en la imposibilidad de que la pagara, cuando sus cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto encontré un prestamista astuto e inhumano que se quedó con todos los créditos, y aunque yo no figuré para nada en la transacción, pude, por medio de este agente, forzar el vencimiento, para tener el gusto de avisar a Claverhouse de los pocos días (ni uno más de los que marca la ley) que le restaban para abandonar la casa y la finca donde había vivido durante veinte años.<br />
<br />
Después fui a verlo, esperando leer, al fin, la desesperación en sus ojos; pero ¡ca!; lo encontré sonriente, con su eterna cara de contento y... ¡más parecida que nunca a la luna llena!<br />
<br />
Me recibió riendo a carcajadas.<br />
<br />
-¡Ja, ja, ja!... ¡Pero qué gracioso es este chiquillo mío! Figúrese usted que estaba jugando en la orilla del río, cuando un trozo del ribazo cayó al agua y lo salpicó, y me dice: “¡Oye, papá! ¡Un charco se ha levantado y me ha dado en la cabeza!..."<br />
<br />
Y se detuvo, aguardando, sin duda, a que yo me echara a reír.<br />
<br />
-Pues no veo la gracia -le contesté con brusquedad y sintiendo que la cara se me agriaba por momentos.<br />
<br />
Me miró con asombro, y luego empezó a extenderse por la suya el resplandor suave de que les he hablado, y que la tornaba casi luminosa:<br />
<br />
De nuevo empezó a reír:<br />
<br />
-¡Ja, ja!... ¡Esto sí que está bueno!... ¡Que no le ve la gracia!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Que no se la ve!... Pero, venga usted acá, venga usted acá; usted ya sabe que los charcos...<br />
<br />
No lo dejé terminar; di media vuelta y me marché. ¡Era el colmo! ¡Ya no podía resistirlo! Se hacía indispensable acabar de una vez; era preciso libertar al mundo de semejante monstruo...<br />
<br />
Y mientras subía lentamente la colina, su risa maldita me perseguía, resonante siempre, siempre...<br />
<br />
*<br />
<br />
Me precio de hacer las cosas bien, y cuando resolví matar a Claverhouse estaba dispuesto a hacerlo en forma tal y con tal habilidad, que el recuerdo de mi acción no pudiera avergonzarme nunca. Declaro que aborrezco la torpeza y que siempre me inspiró antipatía la violencia y la fuerza bruta. Matar a un hombre a puñetazos, por ejemplo, tiene todos los caracteres del vandalismo, y me repugna hasta pensar en ello; de modo que la idea de disparar un tiro, clavar un puñal o asestar un golpe ni siquiera entró en mis cálculos; además, no sólo era cuestión de hacerlo bien, científicamente: quedaba por resolver la indispensable forma de evitar que pudieran recaer sospechas sobre mí.<br />
<br />
Pensé mucho en ello, y por fin, tras una semana de trabajo mental, encontré lo que buscaba, y me dispuse a poner en obra mi pensamiento.<br />
<br />
Empecé por comprar una perra de aguas de cinco meses, y me dediqué en cuerpo y alma a inculcarle la educación necesaria. Si alguien me hubiera observado con atención, pronto se hubiera dado cuenta de que sólo la adiestraba en devolverme las cosas que yo arrojaba lejos de mí.<br />
<br />
La perra, a la que di el nombre de Belona, me traía los palos que le tiraba al agua, y no solamente me los traía, sino que lo efectuaba en seguida, sin vacilar, morderlos ni jugar con ellos. Le enseñé a correr detrás de mí con un objeto en la boca, hasta alcanzarme, y como se trataba de un animal listo y despierto, pronto tuve el gusto de ver que mis lecciones fueron bien aprovechadas.<br />
<br />
En la primera ocasión favorable regalé el animal a mi enemigo, y al hacerlo, como se comprenderá, llevaba mi idea, pues de antiguo conocía su flaqueza y su hábito inveterado de infringir cierta ley de pesca.<br />
<br />
-No -me dijo cuando le puse la traílla en la mano-, no, esto no es en serio, ¿verdad? -y se reía, con su risa ridícula, que le retozaba por toda la cara mofletuda y reluciente-. Yo... yo... pensaba... Vamos, creía, creía que... no le era a usted muy simpático -continuó el imbécil-. ¿Verdad que tiene gracia que haya vivido equivocado, eh?<br />
<br />
Y reía, reía hasta desternillarse. ¡Canalla!<br />
<br />
-¿Cómo se llama? -me preguntó.<br />
<br />
-Belona.<br />
<br />
-¿Belona? ¡Ja, ja! ¡Qué nombre más raro!<br />
<br />
Rechinando los dientes, que su estúpida alegría me ponía de punta, le contesté:<br />
<br />
-Belona era la esposa de Marte.<br />
<br />
-¡Ah, ya comprendo, comprendo! Sí, claro, Marte se llamaba mi perro. Bueno, pues... ¡se ha quedado viuda esta Belona!<br />
<br />
Ya estaba bien lejos de la cuesta, y todavía llegaban a mí sus carcajadas.<br />
<br />
Pasó la semana, y el sábado le dije:<br />
<br />
-Se marcha usted el lunes, ¿no?<br />
<br />
-Sí -respondió, sin dejar de sonreír.<br />
<br />
-Entonces, no podrá meter mano a las truchas antes de irse...<br />
<br />
-No sé... no sé -me replicó, sin reparar en el tono agrio de mi pregunta-. De todas maneras, mañana pienso probar... ¡Ja, ja!...<br />
<br />
Su respuesta me tranquilizó, y me marché a casa satisfecho.<br />
<br />
Al día siguiente, muy temprano, lo vi salir con saco y red, acompañado de Belona, y como tenía la certeza del sitio adonde se dirigían, tomé un atajo y pronto llegué a la cima de la montaña, que bordeé ocultándome, hasta avistar el valle en el cual el riachuelo formaba una pequeña cascada y más allá una laguna límpida y tranquila que reposaba entre las breñas.<br />
<br />
Era el sitio, y sentándome en el suelo entre la maleza, desde donde dominaría el espectáculo, encendí mi pipa y esperé tranquilo el desenlace.<br />
<br />
Bien pronto, Claverhouse apareció vadeando la corriente del riachuelo, seguido de Belona, que correteaba a su alrededor. Ambos, hombre y animal, llegaban contentos, y los ladridos cortos y vibrantes del uno se confundían con los gritos guturales del otro. Ya junto al remanso, vi que Claverhouse arrojaba la red y el morral al suelo y sacaba del bolsillo algo parecido a una vela gorda y grande. Yo sabía lo que era: un cartucho de los gigantes, pues en eso consistía su sistema para pescar truchas: atontarlas o matarlas con dinamita. Le puso la mecha, envolvió el cartucho en un pedazo de tela, le prendió fuego y lo tiró con fuerza al charco.<br />
<br />
Como un relámpago, Belona se precipitó tras él, mientras yo hubiera gritado, de puro gozo, al verlo. En vano Claverhouse llamaba a la perra a gritos; en vano la tiroteaba con piedras y ramas: el animal nadaba rápidamente, y al poco tuvo el cartucho en la boca se dirigió con él hacia la orilla. Entonces, por primera vez, pareció darse cuenta del peligro a que estaba expuesto, y echó a correr por entre la maleza. Mis planes se realizaban a la perfección; la perra, al llegar a la orilla, emprendió sin vacilar su persecución, tal y como yo le había enseñado a hacer conmigo.<br />
<br />
¡Oh! El espectáculo era grandioso, y bien merecía el trabajo que me costó prepararlo.<br />
<br />
Como ya he dicho, el pequeño remanso formaba el fondo de una especie de anfiteatro natural, y el arroyo tenía pasaderas de piedra a la entrada y a la salida. Claverhouse, seguido de Belona, corría dando vueltas y más vueltas de un lado a otro; ambos, pasando y repasando la corriente, como dos bolas dentro de un plato, persiguiéndose, en un divertido e interesante juego. Nunca hubiera creído que un hombre de su aspecto poseyese tal ligereza, pues Claverhouse corría con una velocidad asombrosa, mientras la perra lo seguía de cerca, ganando terreno a cada paso, a punto de alcanzarlo... Y en el momento en que se tocaban, él a toda carrera, ella con el hocico casi junto a su rodilla, se produjo la explosión: un relámpago, una nube de humo blanquecino y una detonación formidable que retumbó en la montaña... Donde habían estado el hombre y el perro no quedaba sino una hondonada en el suelo de la planicie...<br />
<br />
***<br />
<br />
El juez calificó el suceso de “muerte accidental en la circunstancia de hallarse pescando por medios prohibidos”.<br />
<br />
He aquí por qué me precio de la forma delicada y artística que empleé para acabar con Juan Claverhouse. No hubo brutalidad, no hubo torpeza; nada de qué tener que avergonzarme, convendrán ustedes conmigo.<br />
<br />
Y ya su risa infernal no repercute sus ecos entre mis queridas montañas ni me irrita la aparición de su estúpida cara de luna.<br />
<br />
Mis días transcurren plácidos y por las noches duermo tranquilamente como un niño...<br />
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-21538845768759949232010-05-19T11:30:00.000-03:002012-11-21T18:46:05.947-03:00La vida sin Pedro, Carlos AntognazziAnuncio del Blog:
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Este cuento se ha quitado del blog debido a que el autor no quiere que sus textos se reproduzcan en un blog gratuito y sin publicidad destinado únicamente a compartir el placer de leer entre los internautas.
</br></br>
Muchas gracias y disculpen los incovenientes.
</br></br>
CxD
Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-78780888736717940402010-05-18T11:30:00.000-03:002010-05-18T11:30:00.789-03:00Humo azul, José de Piérola<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Aunque sólo han transcurrido tres días desde mi llegada, gracias a las facilidades que me brinda el gobierno que me ha acogido, escribo estas líneas para que sean difundidas por la Cadena Mundial de Mensajería Neumática. Hubiera preferido perderme tranquilamente entre los exilados que transitan las anchas calles de Tenerife, olvidado para siempre, pero la importancia del balance estratégico mundial, así como una poderosa razón de consciencia, me obliga a cumplir con una última responsabilidad antes de desaparecer de los despachos de prensa.<br />
<br />
Debo señalar, sin embargo, que no escribo con el propósito de dañar la reputación de los miembros del Consejo, gente proba más allá de cualquier sospecha. Debo señalar, además, que el arduo trabajo del Consejo durante los últimos ocho años, visto en retrospectiva, ha sido quizá el más brillante de la Era Postbellum. Sé, por ejemplo, que, desde que se descubriera en la famosa Bóveda de Tiempo Número 5, los textos completos de los cuatro escritores -cuyos nombres se conocían sólo por referencias fragmentarias- ninguno de los miembros del Consejo vaciló un instante en aceptar la inmensa responsabilidad que recaería sobre ellos. Después de tantos años de literatura anónima, era posible, por primera vez, nombrar no uno, sino cuatro autores. Pero antes, era imprescindible elegir a uno de ellos como el centro del canon, la referencia absoluta, la vara con que se mediría la excelencia de todo lo escrito, la semilla para la producción literaria del futuro.<br />
<br />
Sin embargo, la Tarea no fue fácil. Pocos saben cuánto trabajó el Consejo desde el día en que se abrió la bóveda de tiempo hasta la tarde en que se alzó la voluta de humo azul desde el último piso del Ministerio de Diseminación de Información. <br />
<br />
Durante los primeros cinco años, las largas sesiones, grabadas en tambores de ferrita para la posteridad, consistieron en análisis minuciosos, línea por línea, de los textos de los cuatro escritores. Cada vez que se encontraba una cualidad sobresaliente en uno de ellos, aparecían, de inmediato, cualidades semejantes en los otros tres. El análisis volvía, entonces, a la primera línea, al texto anterior, al escritor anterior, en un espiral que los envolvía interminablemente sin que pudieran discernir el paso de las horas. No era raro que el Consejo trabajara desde el alba hasta el crepúsculo.<br />
<br />
Sin embargo, a pesar del minucioso análisis de la obra de los cuatro escritores, después de cinco arduos años, el Consejo no había llegado a ninguna conclusión. Las obras, aunque disímiles en cuanto a los temas, estilos y técnicas narrativas, eran de calidades equivalentes. El Consejo, presionado cada vez más por la llegada constante de cápsulas exigiendo resultados, trataba infructuosamente de completar la Tarea.<br />
<br />
El quinto año, por ejemplo, se recibieron medio millón de cápsulas neumáticas de los lugares más remotos del país. Como se sabe, aquel año la Primera Ministra había difundido un mensaje por la Red Nacional de Mensajería Neumática, justificando el reclutamiento masivo de escritores anónimos para el Ministerio de Diseminación de Información, ya que, según explicó, la demanda pronto excedería la producción. También aquel año hubo grupos que marcharon por las calles. Unos querían que el Consejo autorizara la relectura de viejas obras. Otros pedían el cierre de los incineradores oficiales. Los más radicales, bajo el emblema "SCRIPTOR EX FABULA", llegaron a exigir que se incluyera el nombre del autor en las obras literarias.<br />
<br />
Quizá esta presión excesiva provocó la enfermedad de la Presidenta del Consejo, que, siguiendo recomendaciones médicas, tuvo que someterse a frecuentes baños de sales en una tina especialmente diseñada por el Instituto de Enfermedades Meridionales. Fue en vano que, en un intento por continuar con la Tarea, el Consejo mudara su sala de deliberaciones al baño, especialmente acondicionado, donde la Presidenta, detrás de un biombo de vidrio pavonado, se sometía al tratamiento.<br />
<br />
A la dificultad de las discusiones, entorpecidas por el eco de las paredes de mármol, se sumó el efecto nocivo de los salinos vapores en los textos originales. Esto hizo imprescindible la interrupción de tal arreglo.Todavía recuerdo cuando la Cadena Nacional de Mensajería Neumática difundió la noticia: Debido a su enfermedad, la Presidenta del Consejo se veía obligada a pedir su pase al retiro, consciente de que su decisión irrevocable afectaría irremediablemente la historia del país. Y no podía ser de otra manera. Es cierto que el orden de sucesión dentro de los miembros del Consejo era de dominio público, pero también es cierto que el retiro de la Presidenta dejaba una poltrona libre, lo cual impedía la continuación de la Tarea.<br />
<br />
El nuevo Presidente del Consejo, después de la ceremonia de investidura en la Casa de Gobierno, propuso suspender la Tarea hasta que se llenara la poltrona vacante. Dos días después, también, la CNMN anunció que el más joven de los miembros del Consejo, consciente de su falta de experiencia en un proceso semejante, había pedido su separación temporal, ya que, según declaró, su presencia sólo entorpecería las deliberaciones. Desde entonces, por un lapso de tres meses, los cinco miembros restantes se dedicaron íntegramente al proceso de selección.Tampoco fue fácil. El primer candidato, por ejemplo, recomendado por la Universidad de Dominica, además del Capellán Mayor de la Metrópolis de Tulsa, llegó a la entrevista tan nervioso que el Consejo decidió suspenderla, otorgándole el día libre para que paseara por los Jardines Botánicos. Lo cual resultó acertado, porque regresó, al día siguiente, más calmado y cargado de voluminosos legajos que pensaba usar a su favor. Ya en la entrevista, siendo de rigor la imparcialidad de los candidatos, se le preguntó, como tema inicial, si tenía alguna preferencia entre los cuatro escritores. El candidato, mirando con ojos grandes, azules, que contrastaban con su mentón recién afeitado, dijo que sí, tenía una preferencia, al tiempo que depositaba sobre el tablero los dos inmensos legajos que había traído consigo.<br />
<br />
Desde el descubrimiento de la Bóveda de Tiempo Número 5, empezó diciendo, gracias a las copias facsimilares que obran en poder de la Universidad de Dominica, he estudiado metódicamente los textos de los cuatro escritores. Aunque al principio me parecieron equivalentes, después, cuando empecé a comparar los temas, más allá de las proezas estilísticas, pude comprobar que uno de ellos era definitivamente superior. Los resultados de mis estudios, continuó, aparecen en estos manuscritos documentados con exhaustivo detalle. <br />
<br />
-¿Los tiene grabados en un tambor de ferrita? -preguntó el Consejo.<br />
<br />
El candidato, con una sonrisa de orgullo, depositó en el tablero un reluciente tambor de ferrita con los sellos oficiales de su universidad.<br />
<br />
-Déjenos el material -dijo el Consejo-. Lo usaremos en nuestra deliberación; mientras tanto puede esperarnos en el recibidor, donde encontrará algunas exquisiteces traídas de la República Panafricana, incluyendo un estupendo vino de Ciudad del Cabo.<br />
<br />
Asombrado por la rapidez de la entrevista, el candidato siguió a un ujier segundo hasta el Recibidor del Consejo, donde comió algunos canapés de soya, pero antes de que pudiera tomar la primera copa de vino, un ujier primero le comunicó que el Consejo sentía mucho no poder concederle la poltrona vacante, rogándole, además, su comprensión por no devolverle ni el manuscrito ni el tambor de ferrita.<br />
<br />
El candidato, rojo de ira, pensó reclamar, pero no pudo, porque dos guardias nacionales, después de leerle sus derechos, ya lo escoltaban al primer piso. Allí lo embarcaron en un transportador oficial que lo llevó al Instituto de Estudio de Conductas Excéntricas de Tierra del Fuego, donde sigue incomunicado hasta el día de hoy.<br />
<br />
El Consejo decidió, además, retirar las copias facsimilares de las siete universidades del país. Sin adelantarme a los hechos, debo señalar que no todos los candidatos fueron tratados de manera tan sumaria, ni tan severa. Algunos, como el profesor de la Gran Europa, que luego de veinte años de vivir en nuestro país se había naturalizado para trabajar en el Ministerio de Poesis, asistió a dieciocho entrevistas consecutivas, que abarcaron extensas discusiones sobre los autores de la Era Antebellum, además de otros textos antiguos menos conocidos. El profesor, sin embargo, se retiró de manera voluntaria, ya que él mismo consideró que su vasto conocimiento de la literatura antigua podría influir negativamente en la Tarea. Hecha pública su decisión en la CNMN, la Primera Ministra le envió sus felicitaciones.<br />
<br />
Sería largo, además de innecesario, enumerar todos los candidatos entrevistados. Sin embargo, es pertinente señalar a la última, la que ocuparía la poltrona vacante en el Consejo, convirtiéndose, además, en el miembro más joven de la historia. Pero eso no es lo asombroso. Lo increíble es que esta joven ocupara semejante cargo sin haber leído nunca obra literaria alguna. ¿Cómo había llegado al Consejo? La respuesta es simple. Desde que terminó su educación elemental, debido a sus aptitudes para el pensamiento algorítmico, pasó directamente a trabajar como aprendiz en el Instituto de Computación Bioneumática, el mismo año en que, previendo la escasez, la Primera Ministra había aprobado el presupuesto especial para el desarrollo del Gran Permutador, el súper computador bioneumático que produciría obras literarias a partir de textos canónicos almacenados en tambores de ferrita de alta capacidad. La candidata fue asignada a la Unidad de Estilo que desarrolló el dispositivo bioneumático que convierte una obra cualquiera a un estilo previamente almacenado en tambores de ferrita. Como los demás miembros del equipo, ella también firmó un contrato en que renunciaba temporalmente a su primer derecho constitucional, el derecho a la lectura. En cinco años, por lo tanto, no había podido acceder, legalmente, a ninguna obra literaria.<br />
<br />
Terminado el Gran Permutador, todos los miembros del equipo fueron felicitados por la Primera Ministra. En la misma ceremonia, la directora del Instituto de Computación Bioneumática, aclaró que semejante avance tecnológico no hubiera sido posible sin el genio del dispositivo concebido por nuestra joven candidata. Declaración excesiva, pero que llevó a la Primera Ministra a proponerla para ocupar la poltrona vacante del Consejo.<br />
<br />
Cumplida la ceremonia de investidura en la Casa de Gobierno, ya completos sus siete miembros, el Consejo reanudó la Tarea. Es cierto que la nueva integrante participó con el mismo empeño que los demás, pero también es cierto que fue ella quien propuso discutibles estrategias para el análisis de los textos. Al principio, como es natural, los demás miembros del Consejo, experimentados en análisis literario, se negaron. Pero, poco a poco, en una labor de convencimiento en que no escatimó el uso de su capacidad para el pensamiento algorítmico, empezó a ganar la aprobación de los demás miembros, menos uno. Es así como se aceptaron, por mayoría simple, cada una de sus propuestas. Sin embargo, todavía transcurrieron tres años sin que el Consejo eligiera a uno de los cuatro escritores.<br />
<br />
Fue durante esos años, en especial, durante el último, que la joven miembro llegó a ejercer cada vez mayor influencia, proponiendo métodos cada vez más objetables, hasta llegar al último, el inaceptable. Pero el Consejo, presionado por los nuevos grupos extremistas que empezaron a marchar por las calles, presionado por la llegada masiva de cápsulas neumáticas, presionado por las visitas constantes de la Primera Ministra, se vio obligado a tomar una decisión. No es necesario describir la algarabía general que se produjo en todo el país cuando las primeras volutas de humo azul se alzaron en el cielo de la tarde. Pero, mientras el país entero celebraba, yo meditaba sentado junto al amplio ventanal de mi oficina, hasta que, ya casi a la madrugada del día siguiente, obligado por mi consciencia, tomé una decisión sin precedentes en nuestra historia, y usando mi privilegio como Presidente del Consejo, fleté el transportador oficial que me trajo al Santuario Mundial de las Islas Canarias, donde he pedido asilo.<br />
<br />
Mi decisión de abandonar el Consejo cuando empezaría su época más gloriosa, se debe a que no puedo aceptar que un asunto tan importante para la historia de mi país, tan importante para el mundo entero, se haya decidido, bajo la malsana influencia del miembro más joven, con una suerte equivalente al abyecto rodar de unos dados. </div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-25434401298422459202010-05-17T11:30:00.003-03:002010-05-17T11:30:01.043-03:00Fuegia, Eduardo Belgrano Rawson<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Al Norte no había montañas ni bosques sino estepas con buenos pastos y un río llamado Agrio. Los canaleses raramente llegaban ahí, pues era dominio de los parrikens. Estos detestaban a los canaleses, le tenían horror al agua, se habían olvidado de navegar y comían poco pescado. Se relamían, en cambio, por un insignificante conejo llamado coruro, debido a lo cual eran conocidos como "tragacoruros" por sus vecinos del Sur.<br />
<br />
Cierto día llegó a Río Agrio un promotor de espectáculos. Se llamaba Bongard y venía en busca de algunos caníbales para presentar en la Exposición Universal de París. Después de bastante trabajo, logró capturar a una familia de parrikens.<br />
Acostumbrado al acoso de escenógrafos y utileros, Bongard resolvió que llevaría también a sus perros y sus pieles de guanaco, además de un kauwi completo y hasta una canoa inservible que halló tirada en la playa.<br />
<br />
Los parrikens hicieron furor en París, aunque no movían un dedo en favor del espectáculo. Para desilusión de Bongard, se negaron de entrada a cumplir el programa, según el cual tirarían al blanco, encenderían fuego con pedernal y plumón de ganso y tallarían una piragua frente al público. Tampoco hubo modo de hacerlos armar su propio kauwi, por lo que Bongard llamó a un carpintero. Aunque luego se declaró satisfecho, el resultado no era muy claro. El kauwi del carpintero local tenía un aspecto equívoco, mezcla de wigwam cheyenne con bungalow africano.<br />
<br />
Por la mañana, cuando las mujeres barrían el pabellón, los parrikens estiraban un rato las piernas y curioseaban a través de las rejas del boulevard Sabathier. Desde ahí se veían los parroquianos del Café Chaumontel. Un negro antillano lustraba de mesa en mesa. Los parrikens ardían de curiosidad: no habían visto un negro en su vida y mucho menos un negro como aquél. El negro pegaba un corcovo en cuanto ellos sacaban la nariz. Los apuntaba con el cepillo y sus clientes parpadeaban sorprendidos al descubrir a los parrikens. Cuando lograba olvidarse de ellos el negro lustraba con mucho ritmo, tamborileaba con el cepillo y todo el mundo le festejaba el concierto. Luego los parrikens volvían adentro; más tarde llegaba la gente y la Exposición cobraba color.<br />
<br />
Los caníbales de Bongard ocupaban un sector con palmeras y un estanque cristalino. Las orillas estaban cubiertas de musgo y en medio del agua reposaba una flor del Paraguay. Los visitantes tomaban el té bajo una glorieta celeste. Era una escala encantadora en pleno pabellón de Sudamérica, siempre que no se pelearan los perros o que los parrikens dieran la nota con alguna cochinada. Bongard se deshizo finalmente de los perros y empezó a dejar sin comer a los parrikens que culearan en público o mearan en el estanque. Repartió un poncho boliviano a cada uno, para remediar su manía de soltarse el quillango en el momento menos pensado. Los parrikens ya no se pasaban las horas tirados. El espectáculo fue mejorando, hasta que un día Bongard consiguió que los propios caníbales atendieran las mesas con sus ponchos bolivianos. Pero ya nada alcanzaba para competir con las funciones de teatro, los desfiles de modelos, los números de acrobacia y los concursos de orquídeas que se ofrecían en los demás pabellones. Una tarde tocó la banda del acorazado Dugueselin y el francés descubrió que sus mesas estaban vacías. Mientras los fuegos artificiales reventaban el cielo y llenaban de horror a sus artistas, Alain Bongard decidió que había llegado la hora de buscar nuevos rumbos. Dedicó una mirada final a su glorieta celeste y se largó para siempre.<br />
<br />
Al día siguiente, el negro del Café Chaumontel esperó inútilmente a sus enemigos. La Exposición duró hasta el otoño y a su término se desarmaron los pabellones y se perdió todo rastro de los parrikens. Al poco tiempo fueron vistos en el puerto de Vigo. Habían oído que para llegar a su isla era preciso viajar a Montevideo. Se pasaban el día en el muelle, por si alguien quería llevarlos. Cuando atracaba algún barco, una mujer se apartaba del grupo y preguntaba con indecible dulzura: "¿Muntivideu?"<br />
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Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros.<br />
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Los criadores tenían sus propias ideas sobre el tipo de ovejas que requería Sudamérica. Ante todo, se proponían trasladar las virtudes de la oveja europea a sus salvajes productos malvineros. Así compraron una gran variedad de carneros que nunca se aclimataron: no pasaba semana sin que algún padrillo vistoso bajara meneando el culo por la planchada. El más célebre de todos fue Tiberio, hijo de Mameluke y Pretty Maid y nativo del condado de Wesley. Aunque llegó con varios kilos de menos, los entendidos le vieron todas las condiciones impuestas por el Manual del Ovejero a un padrillo superior: porte aplomado, cabeza con pelo fino, cuello imbatible, patas abiertas, lomo generoso y prometedores testículos.<br />
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Los dominios de Tiberio iban desde la cordillera hasta el mar. Al cabo del tiempo, aquel sitio contaría con embarcadero privado y un ferrocarril hasta el Atlántico. Tendría también unos imponentes galpones de esquila y más adelante vendría el teléfono y un convertible Panhard Levassor que brillaría todas las tardes junto al invernadero. Pero hasta entonces sólo había dos millones de hectáreas con aquellas ordinarias ovejas que clamaban por buenos padrillos.<br />
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Se llamaba Quartermaster. En setiembre, cuando los gansos negros entraban en celo, era el mejor lugar de la isla. Los parrikens partían por las colinas en busca de pájaros, como espíritus mañaneros entre la bruma. Nadie sabía muy bien adónde se dirigían. Para el otoño volverían mucho más gordos, con sus collares de huesos de benteveo. Los de collares más largos serían los más gordos de todos y algunos traerían collares de cuatro vueltas.<br />
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Sus encuentros con los criadores todavía eran pacíficos. Los criadores parecían inquietos por la soberbia con que cruzaban sus campos. Los parrikens se veían pasmosamente serenos y tenían una mirada que corría por el cuello.<br />
Empezó a crecer la sospecha de que el negocio caminaría mejor con la isla desocupada. Los criadores finalmente se preocuparon por aquellas figuras que transitaban a peligrosa distancia de los carneros. Por el momento, los parrikens sólo iban tras los guanacos, que bajaban hacia la costa en invierno y volvían a la montaña en verano. Eran demasiados guanacos para la paciencia de los criadores, cansados de lidiar con los alambres tumbados y la voracidad de aquellas criaturas. Cuando sacaron la cuenta del pasto que consumían, redoblaron sus esfuerzos para eliminarlos y pronto las enormes manadas dejaron sus campos y se perdieron en la Cordillera del Humo.<br />
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Los problemas empezaron al poco tiempo. Los parrikens se comieron un padrillo Rambouillet y colgaron la cabeza en un alambrado. Su dueño se lanzó tras ellos y esa misma noche, mientras los bandidos roncaban, pudo meterles sus perros adentro del kauwi. Estos pusieron tanto entusiasmo que el dueño del Rambouillet no debió gastar ni una bala. Pero una semana después aparecieron trescientas ovejas desgarronadas. Estas cosas se hicieron costumbre. El Grisú vibraba de historias: alguien había dejado en la costa una vaca marina adobada con cianuro y los parientes de los finados, como desquite, le robaron quinientas ovejas y les rompieron las patas. Un parroquiano enseñó varias fotos que mostraban a los parrikens en plena comilona sobre una ballena varada. Al parecer la fiesta llevaba unos días, pues muchos dormían cómodamente entre los pliegues de grasa mientras otros se alejaban cargados de carne. Un tipo llevaba un pedazo de lomo sobre los hombros, con la cabeza asomada por un agujero. Otra foto dejaba ver a dos parrikens boca abajo, comiéndose la ballena entre un enjambre de perros.<br />
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Ya no se ahorraban palabras sobre la falta de devoción, la estupidez y el desapego al trabajo de aquella gente. Los armadores ingleses sacaron a relucir otro asunto: toda la isla era un nido de vulgares rateros de playa. Denunciaron sus costas como las peores del mundo y los aseguradores doblaron las primas. El caso del Talismán vino a confirmar este punto. Dos sobrevivientes del naufragio cayeron en manos de los parrikens. La policía de Río Agrio halló una tarde a las víctimas en la Ensenada del Negro. Sólo uno estaba con vida. Los parrikens le habían cortado los labios.<br />
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Con la misma elocuencia que usaban para lamentarse por la crueldad del clima, la ruindad del suelo, el abandono oficial y la falta de créditos, los ovejeros pidieron que los parrikens fueran declarados Calamidad Nacional. Pero su tono quejoso había cambiado. Mandaron una advertencia al gobierno. Mientras los parrikens siguieran allí, era de balde que se hablara de paz y progreso.<br />
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Bueno: la isla se llenó de fantasmas. Cada tanto, algún forastero preguntaba por ellos. Periodistas, profesores de historia, gente por el estilo. Querían averiguar la suerte de Camilena Kippa y de Tatesh Wulaspaia, mientras tomaban toda clase de notas acerca de los misioneros de Abingdon o de Beltrán Monasterio. Pero su principal objetivo era la matanza de Lackawana. Muchos los escuchaban incrédulamente, convencidos de que a las víctimas se las había llevado la gripe o sus propias desavenencias. Sostenían que Camilena Kippa sobrevivía en una caleta perdida junto a un hombre treinta años más joven. Pero todo era bastante difuso y los forasteros terminaban el día comiendo una fritada en el Grisú, en compañía de algún comedido que los llevaría hasta Lackawana.<br />
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La bahía quedaba cerca de Río Agrio y sus visitantes siempre llegaban con tiempo para ver la bajamar. Había veinte metros de diferencia entre marea y marea y durante el reflujo Lackawana se transformaba en un sitio extraño. El fondo del mar emergía rápidamente y el agua retrocedía por canales profundos. Algunos capitanes aprovechaban entonces para limpiar el casco y los barcos tumbados en el barro parecían los restos de una tragedia. Con un caballo habilidoso se podía llegar sin problemas hasta el islote Grappler, pero convenía estar muy atento al bramido que anunciaba el retorno del océano. En el pasado, este islote había sido el rincón preferido de los lobos forasteros. Al empezar cada año, los parrikens marchaban a Lackawana para su célebre cacería. Mucha gente aseguraba que Thomas Jeremy Larch los había agarrado en este sitio.<br />
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De vez en cuando estallaba la polémica. Por algunas semanas, Los diarios metían bastante ruido. Durante uno de aquellos bochinches, un cura piadoso escribió a Buenos Aires: "¿De qué sirve remover todo esto? Ya no resucitaremos a los pobres desgraciados. Y aquellos que los mataron ya no están entre nosotros, pero ahora convivimos con sus descendientes. Querido padre: no le temo a la verdad. Pero prefiero decirla entre líneas, para no faltar a la caridad".<br />
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Durante la temporada de esquila, Los criadores triplicaban su gente. Los fondeaderos se llenaban de cargueros matriculados en Liverpool. También recibían curiosas visitas, como una goleta fletada para estudiar el paso de Venus o alguna goleta polar que huía del pack. El Grisú desbordaba de capitanes gritones que organizaban almuerzos a bordo. Sólo así alguien podía salvarse del capón a la parrilla o del infaltable puchero de oveja, a cambio de un Irish stew o de un Foie de mouton sauce bordelaise. Los capitanes de Liverpool daban pequeños paseos en break hasta Punta de los Apuros. Allí había un torrero con quien charlaban un rato. Este jamás olvidaba mostrar su trofeo: un reloj con dedicatoria del Almirantazgo Británico por sus servicios a los barcos procedentes del Pacífico.<br />
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Punta de los Apuros era un paraje siniestro. A lo largo de medio siglo el torrero había sido testigo de incontables desgracias que se obstinaban en hacerle recordar. Ahora estaba achacoso y ya no servía para ese trabajo. Subía despacio par la escalera, mientras la marejada castigaba su faro amenazando con arrancarlo. En los contados días sin viento el viejo sacaba una silla al balcón y daba unos cabezazos al sol. A través del estrecho se divisaba la Isla de la Mujer y las lanchas a vapor que acechaban a los veleros. Con tiempo calmo, estos veleros eran arrastrados por la correntada y únicamente las lanchas podían zafarlos.<br />
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Pero la tarifa de los lancheros era extorsiva y los capitanes tozudos terminaban sobre las rocas. Desde el faro reververaban los techos de Río Agrio y el imponente contorno del islote Grappler. El torrero había contemplado este panorama millones de veces, pero nada sabía de una matanza.<br />
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A menudo, en mitad de la noche, era sacudido par los chorlitos que se estrellaban contra los cristales. Odiaba estos despertares, porque no hay escena más lúgubre que una tormenta nocturna contemplada desde la torre de un faro. Pero igual se levantaba, por si la nubazón ya cubría la linterna. En tal caso no volvía a la cama. Ponía la pava en el fuego y sorbía un mate tras otro. Su mayor obsesión era ésta: que la luz matinal le trajera la imagen de un barco sobre la costa, destrozado por culpa de su faro del carajo.<br />
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Alguna gente palidecía al saber que Thomas Jeremy Larch seguía en la isla, rozagante como un muchacho. A tantos años del episodio de Lackawana, aún vivía en Río Agrio el matador de parrikens. Cualquiera podía topárselo par la playa, donde solía pasear con su perro en los días serenos.<br />
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Su mucamo parriken los vigilaba desde la casa mientras pasaba el plumero. Se llamaba Beltrán Monasterio. A veces dormitaban los tres en la galería, pero las caminatas sobre la costa estaban reservadas al perro.<br />
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Decían que Beltrán había sido criado por Larch y que se había vuelto tan fino como un camarero de la Kosmos Li'~e. Era uno de los pocos ejemplares auténticos que aún quedaban en la isla. Los invitados aprovechaban para estudiarlo a sus anchas cuando servía la mesa. Beltrán vivía orgulloso de su peinado impecable y de su cardigan ajustado. Pero los forasteros parecían esperar otra cosa del último parriken. Cada tanto lo ponían a prueba. Una vez Larch le rogó que bajara la calavera del aparador, que tenía junta a sus descoloridos diplomas del British Museum y de la National Geographic. Todos apostaron que Beltrán perdería el aplomo, pero éste agarró el cráneo tranquilamente, le pasó una gamuza y lo entregó con delicadeza. El cráneo llevaba una etiqueta pegada: "Tatesh Wulaspaia. Recuerdo de Lackawana".<br />
Cuando Larch estaba en vena era capaz de seducir a cualquiera con sus historias del archipiélago. Si alguien pretendía escarbar su pasado, el propio Larch le facilitaba la cosa con un prolijo resumen de las fábulas en boga. A través de su boca, la leyenda negra sonaba ridícula. No daba el tipo de matador. Y sin embargo, jamás conseguía desvirtuarla del todo. Con el tono reprimido y suave de algunos tipos violentos, por momentos parecía resuelto a defender su mala fama. Pero la noche no transcurría en vano y después de caer en contradicciones flagrantes, iba perdiendo su aureola y al final sólo quedaba como un viejo macaneador.<br />
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Para sus dos vecinos más próximos era solamente un buen compañero de pesca. Vivían al otro lado del río y admiraban a Larch por cosas tan simples como su pericia para caminar por la orilla sin que las truchas lo vieran. Daban por hecho que a los ochenta un hombre había purgado sus culpas y se había ganado el derecho a que nadie lo jodiera. El inglés disponía de mucho talento para tratar con los perros o para tasar de un vistazo una hebra de lana, de modo que disfrutaban charlando sobre carnadas y ovejas con una botella en el medio. En cuanto a Beltrán Monasterio, no le prestaban mayor atención que al zumbido del viento y sólo se acordaban de él poco antes de retirarse, cuando era preciso llevar al viejo a la cama. Luego Beltrán se metía en su pieza. Tenía prohibido tirarse en el piso, de modo que dormía en un catre tendido con un sobado quillango. Se acostaba vestido y permanecía de espaldas, con los ojos clavados en el tragaluz. En otros tiempos solía despertarse en el suelo. Pero ahora tenía un perfecto dominio y ya no le importaba dormir en lo alto. Sobre el tragaluz se juntaba la nieve. Muchas veces, a través de los vidrios, veía pasar sus recuerdos. Por ejemplo, su madre corriendo a los perros mientras se doraba la carne, o el estrépito de una fogata al revivir en la noche. El fuego se consumía con ramas muy pobres que debían reponer todo el tiempo, hasta que repuntaba de pronto encandilando a la gente. Había un boquete encima del fuego. Cuando empezaba la nieve, Beltrán miraba los copos que se metían adentro. A menudo resultaba difícil ubicarse junto a las llamas, pero cuando alguien conseguía un buen sitio lo dejaban tranquilo. Durante la noche podían pasar otras cosas. Era normal despertarse con hambre y salir por un pedazo de carne para poner en el fuego. La carne pendía de un árbol y cualquiera podía servirse. Otras noches eran muy plácidas y caía mansamente la nieve y los copos entraban por el boquete y flotaban sobre el rescoldo.<br />
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Una tarde pasaron los amigos de Larch por la casa. Primero lo habían buscado en la playa, pero sólo vieron algunas gallinas que mariscaban en la bajamar. Revisaron la galería y encontraron al inglés sobre un charco de sangre, tan tieso como su perro. Presintieron de inmediato que Beltrán Monasterio había partido. Antes de marcharse había cortado los testículos de su patrón y se los había dejado en la boca. Nadie volvió a verlo jamás. <br />
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-55997666942259878072010-05-16T12:00:00.000-03:002010-05-16T12:00:00.241-03:00El sueño no soñado, Matías García<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Un día me levanté, paralizado, por lo que estando somnoliento todavía escuchaba. Mis oídos tibiamente se iban empapando de esas palabras y mi conciencia paulatinamente las iba incorporando a mi sueño. Al despertar, sentí una confusión que radicaba desde mi alma y que llenaba de preguntas los silencios que en ese momento abundaban ¿habrá pasado? –me pregunté repetidas veces- y mientras mi divagada mente acaparaba todo mi tiempo, alguien se acercaba despacio y me hablaba constantemente, yo, en cambio, la miraba con los ojos perdidos en el firmamento y dispuestos a encontrar la pieza que faltaba.<br />
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-¿Qué pasó? –Le pregunté a esta persona-<br />
-Nada ¿Qué pasa que estas tan obnubilado? –Contestaba frunciendo el seño de preocupación-<br />
-Es… que me pasó algo raro nada más<br />
-¡Que te pasó no me asustes! –Con un tono de exacerbada exageración-<br />
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Recuerdo que comencé un relato explicando cómo se fusionaba el sueño con esos raros sonidos que escuché y que, por algún motivo, creía que pasaron de verdad. Lo más raro de todo es que su cara en ningún momento cambio la facción de sorpresa, todo instante escuchaba cada oración y tomaba el relato como un hecho que pudo haber pasado, pero que simplemente me dio a entender que no. Sentía, luego de esa respuesta, que por fin había castrado a mi intriga, que el enigma había sido deshilachado. Pero aun así la sensación siguió siendo irremediablemente amarga. Para no dejarlo con la intriga recuerdo haber contado esto: <br />
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<blockquote>"Recuerdo estar sentado a la orilla de mi cama, lentamente me paraba y comenzaba a caminar hacia el living. Toqué finamente la mesa redonda de pino, y mientras la palpaba la recorría circularmente. Recuerdo también que la mesa no tenia sillas puesto que al intentar sentarme me caí con tal crudeza que, en el sueño, sentí un gran dolor. Pero no fue impedimento para mí, seguí recorriendo el living y entré a la cocina por una puerta que estaba caminando por un pasillo angosto y un poco largo. En el camino veía cuadros de pintores famosos plasmados en las paredes, es decir sin sus respectivos marcos, estaban pintados directamente en la pared. No me llamó mucho la atención porque sentía que era mi propia casa. Seguí desfilando por ese camino tapizado con una alfombra de rojiza hasta llegar a la puerta. Me paré frente a ella y suspiré como si el tracto me hubiese agitado un poco. La abrí y por fin entré a la cocina. No hay mucho que describir sobré ella, sobre la pared de frente a mí había una cocina, una mesada y sobre ella una alacena. Sobre una de las paredes laterales había un armario de dos metros –en donde calculo que se guardaban alimentos no perecederos- y frente a esta misma pared la heladera. No entendía mucho que hacía ahí, así que decidí abandonar este lugar y continuar con mi recorrida. Salí de la cocina, por la misma puerta por donde entré y caminé por ese mismo pasillo. En el medio del camino encontré otra puerta. Recuerdo que en ese momento estaba más confundido porque no la había visto antes. Pero no hice caso a esto. Divisé arriba un cartel con letras en inglés (eso cría en el sueño pero eran letras inexistentes), que, a mi entender, decían TENGA CUIDADO, inexplicablemente eludí dicho aviso y decidí entrar. Me sorprendió, y hasta me horrorizó lo que vi, era a primera vista un poco de sangre que se difuminaba a mis pies, y mientras iba levantando la cabeza el rastro de sangre se hacia más intenso. Me sentía un poco preocupado por la tonalidad degradé que tenía el piso por la sangre y por eso, seguí caminando mirando la sangre desde su nacimiento hasta donde llegase el mismo. Continué y, ciegamente, continué. En un momento el rastro se terminó y hacia adelante no había nada, me llamó la atención que finiquitara justo ahí sin que hubiese algún cadáver o algo por el estilo. Miré detenidamente acercando cada vez mas mi cara y de repente una gota rojiza cae del cielo en mi nariz. Empecé a levantar la mirada y con esa encandiladora luz que bloqueaba mi vista, distinguí lentamente un cuerpo que parecía haberse colgado de un tirante. El cadáver violentamente goteaba más y más, y sobre mi rostro las gotas rojizas de sangre caían y caían. Intenté ver la forma de trepar hasta este cuerpo y saber quién era, pero no encontré escalera. Vi que al costado mío unas enredaderas se aunaban a la pared misma, cosa que me permitía subir y, así, aferrarme hasta ese tirante. Trepé y trepé, cada gota de sudor que lagrimeaba por mi cuerpo valía el precio de la intriga. Hasta que llegué al tirante incrustado en la pared tardé mucho, no sé cuánto, pero era bastante. Me aferré a este con firmeza y comencé a recorrerlo, poco a poco las astillas se clavaban pero poco me importaba. “Ya está, estoy cerca” –dije en el sueño. El cuerpo estaba a tan solo un metro –calculo, no sé, pero pienso que era muy poco- y trato de verle la cara, pero a simple vista no puedo. Me acerqué más y más y con mis manos intenté correrle la cara. Y vi ese rostro que tanto ansiaba verlo. Era yo."</blockquote><br />
Lo crónica de mi suicidio estuvo por una semana en la tele.</div><br />
<div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;"><br />
</div><div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">Perfil de Matías en Taringa: <a href="http://taringa.net/perfil/926948">http://taringa.net/perfil/926948</a></div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-13553980326446805312010-05-15T12:00:00.001-03:002010-05-15T12:00:00.829-03:00Sombras, Gonzalo Figueroa<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">La ventana abierta dejaba entrar las gotas de lluvia, y daba lugar a la temblorosa luz de una noche más de soledad, que iluminaba la cama deshecha, y la mitad de una solitaria mesita de luz que parecía solo querer encontrarse con su otra parte. Sólo en un ricón del triste cuarto, se encontraba con su cabeza en sus manos el único hombre que supo realmente amar; casi se podía escuchar su lamento. Las manos anilladas del hombre no paraban de refregarse con su pelo negro ondulado, con un movimiento muy sutil y devastador, era como si no se entendiese, como si fuera otra persona intentando de comprender su propia vida. Esto siguió unos instantes hasta que levantó la cabeza, y con los ojos más tristes y mojados que una persona pudiera llegar a tener, clavó su mirada en un punto fijo en la pared, como si no existiera nada mas alrededor suyo excepto ese punto, y en voz muy baja pronunció dos palabras que resumían su vida. Después de un rato de lamentarse por todo lo que había pasado, sintió una ola de optimismo y se levantó decidido a ir a caminar bajo la lluvia, sin propósito alguno, solo para caminar y sentir las gotas en su cuerpo.<br />
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Ni bien abrió la puerta para salir, sintió el frío de todas sus penas convertidas en gotas heladas de una lluvia que el creía inspiradora, pero a pesar de eso, salió. En su cabeza lo único que pasaba eran pensamientos del pasado, pensamientos de ella, y pensamientos de la lluvia. Solo se podía concentrar en esas dos cosas, nada más; ni siquiera sabía donde estaba yendo. De repente y sin razón alguna empezó a caminar cada vez más rápido, ya casi sin pensar en nada, solo en la lluvia. Se lo veía feliz de alguna bizarra manera. Empezó a correr, nada le impedía que haga nada, y se dio cuenta que a pesar de todo, era una persona libre, libre de hacer lo que se le de la gana y nadie lo iba a molestar por ello; nunca se había sentido así en su vida, no podía parar de correr, cada vez mas rápido, cada vez menos triste. Las gotas impactaban en su cara con una fuerza inigualable, pero él seguía adelante, porque sabía que eso era lo que tenía que hacer. Llegó hasta el río donde solo una baranda de metal lo separaba de lo que en ese momento el creía ser su destino, lo sentía como solo como una extensión del agua que brutalmente caía sobre él. Empezó a subir los escalones de la baranda, y cuando llegó al último, alzó sus brazos en el aire y miró al cielo, fue uno de los momentos mas intensos de su vida, fue cuando se dio cuenta que el amor era un vaga ilusión de lo que se piensa que es la felicidad ajena. Otra vez repentinamente y otra vez sin razón alguna sintió la necesidad de volver al departamento. El camino de vuelta fue bastante incómodo, quería llegar cuanto antes, ya tenía muchos pensamientos en su cabeza. Irónicamente, llegó casi corriendo para mojarse menos. Abrió la puerta y se dirigió derecho al baño, se seco el pelo y se cambió de ropa.<br />
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Pero cuando volvió a su cuarto comprendió algo, al ver de vuelta la ventana abierta dejando entrar agua, al ver su cama deshecha y su velador iluminados por la luna, comprendió que a pesar de su maldita libertad, no estaba bien, algo le faltaba, y un sentimiento de soledad invadió su cuerpo dejándolo mas desolado que nunca, ya casi haciéndolo olvidar lo que había sentido hacía un rato, comprendió que todavía la amaba de una forma desesperante.<br />
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Sin importarle las consecuencias y con este profundo sentimiento de soledad y dolor, abrió un armario del cual sacó una misteriosa cajita que el creía ser la única forma de aliviar su dolor. Miró por largos minutos esta caja, sin sacar sus ojos de ella y sin moverse ni un poco, pero la dejó a un costado y volvió al baño. Se lavó la cara repetidas veces y con las manos muy temblorosas. Volvió a la mesa de su cuarto, donde había apoyado la solución a sus problemas. Se sentó en una silla que hacía juego con la mesa, y con sus manos todavía mojadas sacó un raro artefacto de dentro de la caja, un artefacto que parecía un juguete sombrío. Sin pensar mucho y con un movimiento brusco se levantó de la silla y se llevó el juguete a su cabeza, sus manos temblaban cada vez mas fuerte, y se podían ver las gotas de sudor pasando por sus anillos. Con el ceño fruncido y los ojos fuertemente cerrados, se escuchaba su respiración cada vez más fuerte y agitada; esto duró hasta que casi por arte de magia abrió los ojos, su cara se relajó completamente, y mirando el punto en la pared (su foto) volvió a pronunciar con melancolía las dos palabras que resumían su vida:<br />
- Te amo.<br />
Después de eso lo único que se escucho fue el silencio ensordecedor de la foto de ella volviéndose roja, dejando otra alma detrás de su misteriosa forma de ser.<br />
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Tal vez fue muy joven para hacer que un buen amor funcione, o tal vez estaba un poco loco, pero a mi me gusta creer que fue una persona tan pasional, que no pudo con sus propios sentimientos que supuestamente lo tendrían que haber hecho feliz. </div><br />
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<div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">Perfil de Gonzalo en Taringa: <a href="http://taringa.net/perfil/1704874">http://taringa.net/perfil/1704874</a></div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-39140650009415637182010-05-14T12:00:00.000-03:002010-05-14T12:00:06.162-03:00El padre del monstruo, Federico Andahazi<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Estas notas son hijas del estupor; de la extraña y escalofriante impresión que, de tanto en tanto, nos provoca el repetido descubrimiento de que la ficción está construida de misteriosos despojos, de fragmentos de memorias ajenas y, casi siempre, irreconocibles. Con frecuencia he sospechado que la literatura es invariablemente autoreferencial y que nosotros, autores, no hablamos de ninguna "realidad" exterior a la propia literatura. Lo que sigue, es el absorto relato de una sucesión de hallazgos que confirman que todo texto no es más que una pieza que, más tarde o más temprano, termina por acomodarse en el intrincado puzzle de la literatura.<br />
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El 20 de julio, el prestigioso ensayista italiano (actualmente residente en New York), Contardo Calligaris, entre otras cosas, psicoanalista, discípulo directo de Jaques Lacán, publicó en Folha de San Pablo un extenso comentario sobre mi novela, El anatomista, bajo el título "A invençáo do clitóris", cuyos elogiosos conceptos agradezco, aunque declino aceptar.<br />
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El hecho es que Contardo Calligaris accedió a la obra del anatomista cremonés: "Leí con cuidado el capítulo 16 de De re anatomica y no encontré esa gloriosa metáfora", dice, en referencia a las palabras que yo le atribuyo a Mateo Colón en el mencionado capítulo: Oh, mi América, mi dulce tierra hallada. En efecto, decidí "mudar" esta frase al capítulo XVI por una cuestión de orden práctico a los fines de la unificación del relato. Pero la metáfora sí pertenece al propio Mateo Colón. Sin embargo, Calligaris arriba a un primer descubrimiento al que, tardíamente, también yo había llegado: "En tanto, -dice- esta frase es un verso de John Donne, escrito más tarde, en una famosa elegía para su amada, cuyo título es Going to Bed". Este poema, que es una perfecta, y por cierto hermosa, metáfora erótica de las intenciones "colonizadoras" sobre el cuerpo de la mujer amada, resume, retrospectivamente, las ambiciones de Mateo Colón, en la Segunda Parte de mi novela. Elegía que, en versión de Augusto de Campos, musicaliza Péricles Cavalcanti e interpreta Caetano Veloso en 1979. Nos hallamos, entonces, frente a un primer y asombroso nexo entre Mateo Colón y John Donne. Un periplo que se inicia probablemente en Venecia en el siglo XVI, continúa en Inglaterra en el XVII y concluye en Brasil en el siglo XX.<br />
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Pero no he llegado todavía a donde quería. He aquí el dato inquietante que descubre Calligaris. El volumen al que accede el ensayista está en la Biblioteca de Nueva York; sin embargo, en un catálogo descriptivo de los libros impresos antes de 1956 en las bibliotecas de los Estados Unidos, se consigna la existencia de otro ejemplar de De re anatomica en la biblioteca de Medicina de Washington. Según la reseña de este catálogo, se trata de una edición tardía de 1593 (la primera edición data de 1559, a la sazón, año de la muerte de Mateo Colón), hecha en Frankfurt por P. Fisher. "En las páginas finales de esta copia, hay varias anotaciones manuscritas. Una, hecha en Antuérpia en 1596, con el título De Coitu. Otra, también en Antuérpia y en el mismo año, relata disecciones de cadáveres hechas según la recomendaciones de Colón." Y aquí viene el escalofriante descubrimiento de Calligaris: "Estas notas están firmadas por un -verifiquen si quieren- doctor Franckenstein".<br />
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Contardo Calligaris esboza dos hipótesis: la primera, "que este ejemplar único de la obra de Colón haya pertenecido a Mary Shelley, y que de él hubiera sacado el nombre del famoso médico romántico. (...) Segundo, tal vez la historia misma que ella cuenta haya sido verdadera y documentada en estas misteriosas anotaciones". Calligaris se lamenta de no haber podido consultar el volumen existente en la biblioteca de Washington y me delega la continuación de la investigación. Cosa de la que, desde luego, no me hubiese podido sustraer, por mucho que hubiera querido.<br />
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Recordemos, brevemente, la forma en que Mary Shelley concibe a su Dr. Frankenstein, según ella misma nos lo relata en la advertencia que precede a la novela: ".. en efecto, pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La estación se presentó fría y lluviosa, por lo que nos vimos obligados a reunirnos en torno al fuego del hogar y ocasionalmente a buscar entretenimiento en la narración de cuentos alemanes de espíritus y fantasmas que cada uno había oído en el curso de sus correrías." Aunque la escritora no lo dice , se sabe que el lugar era la residencia de Lord Byron; una fastuosa mansión junto al tétrico lago Leman y que su primera persona del plural, alude al propio Byron, a Percy Bysshe Shelley, posteriormente su marido, y a John W. Polidori. Téngase en cuenta a este último.<br />
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Existen en la novela de Mary Shelley numerosos pormenores que nos hacen sospechar que, en efecto, podría haberse documentado en la obra de Mateo Colón, De re anatomica; en un pasaje se lee: "Los antiguos maestros de esta ciencia (...) han realizado verdaderos milagros. Han entrado en el sagrado lecho de la naturaleza y nos han mostrado cómo funcionan sus rincones más ocultos. (...) han descubierto la circulación de la sangre y la composición del aire que respiramos", le hace decir Mary Shelley a su Dr. Krempe. Recuérdese que es Mateo Colón, precisamente, el primero que establece las leyes de la circulación sanguínea y las de la oxigenación pulmonar, según consta en su De re anatómica.<br />
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Por causas semejantes a las de Calligaris, tampoco yo he tenido la oportunidad de leer el ejemplar de De re anatomica que conserva la biblioteca de Washington. De modo que, por el momento, el contenido de las anotaciones del misterioso doctor Franckenstein permanecen para mí en la más absoluta oscuridad. He indagado en cuanta enciclopedia tuve a mi alcance, he navegado por las pantanosas -y para mí desconocidas- aguas de la Internet y no he podido dar con ningún Franckenstein que pudiera relacionarse, en tiempo y lugar, con el de los manuscritos. Sin embargo, y confirmando una vez más mi sospecha acerca de que la palabra escrita es hija del encuentro producido entre el azar y la subjetividad, quiso la fortuna que comentara la cuestión en casa de un viejo conocido, cuya afición es la de coleccionar relojes (por cierto, pasión lejana de la genealogía de la monstruosidad). Ni bien le hube mencionado el nombre de "Franckenstein", mi puntualísimo interlocutor saltó de la silla y volvió con una gruesa carpeta donde guardaba decenas de papeles amarillentos y apolillados. Rebuscó, hasta que extrajo uno y me lo estiró. Se trataba de un folleto de 1973 que anunciaba una muestra de grabados de antiguas máquinas de relojería. En la primera página se veía la ilustración de un extraño aparato a cuyo pie se leía: Platóbolo de Franckenstein. Para mi completo estupor, descubrí que el excéntrico inventor, según constaba en la pequeña referencia biográfica, había sido un médico nacido en Brujas en 1563 y muerto en Amberes en 1612. Y a continuación, una escueta explicación del funcionamiento del platóbolo. En términos generales, decía la nota, se trataba del antecedente más remoto del actual reloj "automático" o "kinético". Tardé en darme cuenta de que la ciudad de Amberes es, en realidad, Antwerpen o, en lengua flamenca, Antuérpia. Ahora bien, suponiendo -con elementos suficientes- que el Franckenstein del platóbolo sea el autor de las notas del ejemplar de la biblioteca de Washington, se imponen dos preguntas. Primera: ¿por qué un médico habría de desvelarse por la invención de una máquina de relojería"? Segunda: ¿cómo habría llegado este ejemplar a conocimiento de Mary Shelley? Cualquiera sea la respuesta a la primera pregunta, es imposible sustraerse a la asociación del doctor Franckenstein con el doctor Frankenstein de Mary Shelley. El XVI, por otra parte, fue el siglo de los autómatas: relojes, máquinas, juguetes, etcétera, remedaban, con mayor o menor torpeza, el movimiento vital en seres inanimados y antropomorfos. Igual que el doctor Franckenstein, Mateo Colón trabajaba con cadáveres: los disecaba y los seccionaba. El platóbolo de Franckenstein bien pudo haber sido un intento por animar, con movimientos propios, cuerpos, ya no esculpidos (como, por ejemplo, los autómatas de la Torre de Reloj de Venecia) sino de cadáveres embalsamados.<br />
<br />
Ahora bien, si esto último fuese cierto, aún quedaría por contestar la segunda pregunta: ¿Por qué medios habría llegado este ejemplar a conocimiento de Mary Shelley? Existe una respuesta posible. Aquel verano en la residencia de Lord Byron, solamente dos participantes del juego de las historias de horror completaron sus relatos: la primera, Mary Shelley. El otro, John Polidori, quen escribió el cuento "El vampiro". Recordemos que Polidori, además de escritor aficionado y secretario de Lord Byron era, casualmente, médico. Y según consta en las crónicas, no fue un médico menos oscuro y desequilibrado que el propio Frankenstein. Desequilibrio que habría de llevarlo, muy joven, al suicidio. El propio Lord Byron solía decir que el doctor Polidori "era más apto para producir enfermedades que para curarlas". No sería inverosímil que, entre la extraña literatura que Polidori llevara consigo a la residencia junto al tétrico lago Leman, estuviera aquel volumen de De re anatómica, apuntado por su remoto colega, el doctor Franckenstein y que, de ese mismo ejemplar, Mary Shelley tomara el nombre del padre de la criatura. Pero éstas, desde luego, no son más que conjeturas que, ciertas o no, nos condenan al ingrato trabajo del sepulturero. Al fin y al cabo, abrir antiguos libros empolvados produce la misma espantosa inquietud que levantar la tapa de un olvidado sepulcro.<br />
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-74731461392499225772010-05-13T12:00:00.000-03:002010-05-13T12:00:07.061-03:00El cuento de navidad de Auggie Wren, Paul Auster<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhA9VWLfDNoh98YJx_DhwdR4JzI1TJEK-Z7J3Oy1K56x36PPIHeypZsnfOAD4TYVe3716rX6ETWdKxMxHHgX1RncYNMjKPtkxwJlcT6kxPZ3DRkNfSq-7DpBTOYeYq2HQiGIvZr_vsINxB-/s1600/El+cuento+de+navidad+de+Auggie+Wren,+Paul+Auster.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhA9VWLfDNoh98YJx_DhwdR4JzI1TJEK-Z7J3Oy1K56x36PPIHeypZsnfOAD4TYVe3716rX6ETWdKxMxHHgX1RncYNMjKPtkxwJlcT6kxPZ3DRkNfSq-7DpBTOYeYq2HQiGIvZr_vsINxB-/s320/El+cuento+de+navidad+de+Auggie+Wren,+Paul+Auster.jpg" width="320" /></a></div><br />
<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Le oí este cuento a Auggie Wren.<br />
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Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.<br />
<br />
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.<br />
<br />
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.<br />
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.<br />
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.<br />
<br />
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.<br />
<br />
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:<br />
<br />
- Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.<br />
<br />
Tenía razón, por supuesto.<br />
<br />
- Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.<br />
<br />
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.<br />
<br />
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.<br />
<br />
Cogí otro álbum.<br />
<br />
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.<br />
<br />
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.<br />
<br />
-Mañana y mañana y mañana -murmuró entre dientes-, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.<br />
<br />
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.<br />
<br />
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.<br />
<br />
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?<br />
<br />
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.<br />
<br />
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.<br />
<br />
No conseguía nada.<br />
<br />
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.<br />
<br />
-¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado- ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.<br />
<br />
Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.<br />
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.<br />
<br />
- Fue en el verano del setenta y dos -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.<br />
<br />
"Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?"<br />
<br />
"Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.<br />
<br />
"La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada.<br />
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.<br />
<br />
- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.<br />
<br />
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.<br />
<br />
- Sabía que vendrías, Robert - dice -. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad. Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.<br />
<br />
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.<br />
<br />
- Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.<br />
<br />
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella. No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.<br />
<br />
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.<br />
<br />
- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo- Siempre supe que las cosas te saldrían bien.<br />
<br />
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.<br />
<br />
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.<br />
<br />
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.<br />
<br />
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.<br />
<br />
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.<br />
<br />
Y ése es el final de la historia."<br />
<br />
-¿Volviste alguna vez? -le pregunté.<br />
<br />
-Una sola -contestó-. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.<br />
<br />
-Probablemente había muerto.<br />
<br />
-Sí, probablemente.<br />
<br />
-Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.<br />
<br />
-Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.<br />
<br />
-Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.<br />
<br />
-Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.<br />
<br />
-La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.<br />
<br />
-Todo por el arte, ¿eh, Paul?<br />
<br />
-Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.<br />
<br />
-Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?<br />
<br />
-Sí -dije-. Supongo que sí.<br />
<br />
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.<br />
<br />
-Eres un as, Auggie -dije-. Gracias por ayudarme.<br />
<br />
-Siempre que quieras -contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos-. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?<br />
<br />
-Supongo que estoy en deuda contigo.<br />
<br />
-No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.<br />
<br />
-Excepto el almuerzo.<br />
<br />
-Eso es. Excepto el almuerzo.<br />
<br />
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-30362363309307695412010-05-12T11:00:00.000-03:002010-05-12T11:00:01.844-03:00Alegria del Cronopio, Julio Cortázar<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Encuentro de un cronopio y un fama en la liquidación de la tienda La Mondiale.<br />
<br />
-Buenas tardes, fama. Tregua catala espera.<br />
-¿Cronopio, cronopio?<br />
-Cronopio, cronopio.<br />
-¿Hilo?<br />
-Dos, pero uno azul.<br />
<br />
El fama considera al cronopio. Nunca hablará hasta no saber que sus palabras son las que convienen, temeroso de que las esperanzas siempre alertas no se deslicen en el aire, esos microbios relucientes, y por una palabra equivocada invadan el corazón bondadoso del cronopio.<br />
<br />
-Afuera llueve -dice el cronopio- Todo el cielo.<br />
-No te preocupes -dice el fama-.Iremos en mi automóvil. Para proteger los hilos.<br />
<br />
Y mira el aire, pero no ve ninguna esperanza, y suspira satisfecho. Además le gusta observar la conmovedora alegría del cronopio, que sostiene contra su pecho los hilos -uno azul- y espera ansioso que el fama lo invite a subir a su automóvil. </div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-662126358648992872010-05-11T12:00:00.000-03:002010-05-11T12:00:03.922-03:00La linterna mágica, Manuel Alonso<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.<br />
<br />
Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:<br />
<br />
-Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del Preste Juan de las Indias.<br />
<br />
Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal, retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el número, y así continuó por un largo rato; íbame yo a marchar, cuando le oí que decía entre varios otros despropósitos:<br />
<br />
-Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche, que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él.<br />
<br />
Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras.<br />
<br />
-Oiga, usted -le dije-, ¿sería usted capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita en cierto país que yo sé?<br />
<br />
-Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor.<br />
<br />
Quédeme pasmado, y él añadió:<br />
<br />
-No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero, perdone usted que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa.<br />
<br />
En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después de un rato de música de pito y tamboril,<br />
<br />
-Muchacho -dijo el charlatán-, métete dentro del diablo.<br />
<br />
Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se metió el asqueroso muchacho.<br />
<br />
-¿Estás ya listo?<br />
<br />
-Sí, señor, ya estoy dentro.<br />
<br />
-Vamos, pues; dime lo que ves; prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador.<br />
<br />
-Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas.<br />
<br />
-Bueno, muchacho; y, ¿qué más?<br />
<br />
-Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro.<br />
<br />
-Muchacho, sigue, ésos son unos tontos.<br />
<br />
-Señor, hay una vieja que dice que es hereje.<br />
<br />
-Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios.<br />
<br />
-Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que conocen.<br />
<br />
-Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver la falta y no el culpable, y para que sean más nobles y no crean tan bajo al autor.<br />
<br />
-Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el autor es frío, y el otro que demasiado caliente.<br />
<br />
-Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo.<br />
<br />
Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que todo lo aplaudían; finalmente dijo:<br />
<br />
-Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que hacen con mucha calma sus observaciones.<br />
<br />
-Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos señores, que deben ser hombres de talento.<br />
<br />
Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había oído.<br />
<br />
Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello de ser yo el autor de El jíbaro.<br />
<br />
-Muy sencillamente -me respondió-: días pasados estuve donde imprimen la obrita, allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es amigo mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen.<br />
<br />
¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto-Rico ni hay quien me crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión mezquina, v lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos, porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle: Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a que se dedica.<br />
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-79921270213451046102010-05-10T14:00:00.000-03:002010-05-10T14:00:01.458-03:00Un día después, Vicente Battista<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.<br />
<br />
Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.<br />
<br />
Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.<br />
<br />
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.<br />
<br />
La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en la fotografía.<br />
<br />
No es el mejor modo de combatir la ansiedad dije.<br />
Me miró; sonrió levemente.<br />
¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?<br />
No hay más que verte.<br />
¿Psicólogo?<br />
Curioso.<br />
Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.<br />
Uruguayo, mentí.<br />
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.<br />
Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros, esta noche cenamos juntos.<br />
¿Y si no?, preguntó.<br />
Nos encontraríamos para el café.<br />
Ya no tengo ansiedad dijo y volvió a sonreír. A las nueve, aquí mismo.<br />
<br />
La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.<br />
<br />
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.<br />
Magníficadije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.<br />
<br />
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.<br />
<br />
Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente".<br />
<br />
Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.<br />
<br />
Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.<br />
<br />
Alguna vez fue refugio de los guanches dijo a media voz.<br />
¿Los guanches?<br />
Los primeros habitantes de la isla completó.<br />
<br />
"Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Los hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.<br />
<br />
Aquí no se pueden sacar fotos bromeó.<br />
No pienso sacar fotos dije.<br />
La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.<br />
No entiendo dijo y había sorpresa en su espanto.<br />
No es necesario que entiendas dije.<br />
Hay un error dijo, casi suplicante. Tiene que haber un error.<br />
<br />
Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa, comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.<br />
<br />
Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.<br />
<br />
Me llamo Mercedes Gasset oí. Hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado ayer.<br />
<br />
Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga de Quincey, no hay que dejar las cosas para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de combatir la ansiedad. Sonrió. <br />
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-63759234160911477742010-05-09T12:00:00.000-03:002010-05-09T12:00:00.479-03:00Silencio, Ianos<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Silencio. Como el silencio de alguien que acaba de recibir una terrible noticia, como el silencio en el instante del primer beso de un adolescente, como el silencio tan solitario y profundo que solo puede experimentar una persona que ha sido enterrada viva, solamente, silencio.<br />
<br />
Falta una hora, ya firmé todos los papeles, toda la burocracia que se requiere para una operación de tal magnitud. Firma acá, firma allá, iniciales, aclaración, DNI, todo lo necesario para eximir de toda culpa por si algo sale mal. Pero, ¿Qué importa?, la única razón por la que accedí en un principio es porque no tengo nada más que perder.<br />
<br />
De acuerdo con el señor Graham la operación consiste en inhibirme de mis cinco sentidos, según él (y su "confiable" grupo de colegas científicos) un hombre sin acceso o manera de percibir estímulos podría percibir la presencia de Dios, según él, los sentidos nublan nuestra conciencia de la eternidad, y sin ellos, este "hombre" podría comunicarse con Dios mediante el pensamiento.<br />
<br />
-Sr Curtis, ¿está listo?, la operación comenzara dentro de unos pocos minutos<br />
-Sí, estoy listo -la voz del señor Graham me tranquilizó lo suficiente como para responder.<br />
-Muy bien, por favor acuéstese, las enfermeras lo llevaran al quirófano.<br />
<br />
El quirófano es, tristemente, ya sea si la operación salga bien como si no, el último lugar que veré, tristemente también, es la menor de mis preocupaciones. El cirujano me coloca la máscara de anestesia y me pide cordialmente contar hacia atrás desde diez; diez, nueve, ocho, siete... y silencio, simplemente, silencio.<br />
<br />
Día 1:<br />
La operación fue un éxito, luego de catorce horas, se logró dañar toda conexión entre el sistema nervioso periférico y el cerebro. El sujeto de prueba se encuentra ahora dormido, y aunque conserva sus funciones musculares, no puede ver, oír, saborear, oler o sentir. Durante el transcurso del experimento, serán monitoreados sus signos vitales.<br />
<br />
Día 4:<br />
El sujeto de prueba se encuentra despierto. Luego de tres días sin cambios, el sujeto presenta una bipolaridad emocional repentina y describe leves “sonidos” como si provinieran de un lugar lejano.<br />
<br />
Día 8:<br />
El sujeto presenta una pérdida significativa del sueño, al iniciarse el experimento el sujeto dormía ocho horas diarias, ahora duerme solo tres. Además, la polisomnografia ha mostrado terrores nocturnos en la etapa de sueño REM (algo extremadamente raro, ya que comúnmente se presentan en el sueño no REM).<br />
<br />
Día 9:<br />
El sujeto está perdiendo contacto con la realidad, describe voces inentendibles susurrando dentro de su cabeza, posiblemente, la perdida de sentidos le haya inducido psicosis.<br />
<br />
Día 10:<br />
El sujeto ha dejado de dormir, no sabemos cuánto tiempo más podrá seguir en este estado. Además, señala que las voces se empiezan a clarificar, pero que aún no forman sentencias coherentes.<br />
<br />
Día 11:<br />
El sujeto está experimentando un profundo estado de depresión, pero ha aportado un dato interesante, el sujeto, entre lágrimas, afirma haber escuchado la voz esposa, fallecida ya hace dos meses, y mejor aún, afirma haber podido establecer comunicación directa con ella, aun así, la mayoría de nosotros duda de la veracidad de este hecho.<br />
<br />
Día 12:<br />
El sujeto ha hecho una afirmación perturbadora, comenzó a nombrar personas y hechos de cada uno de los integrantes del equipo, entre ellas mi padre, el doctor Edward Graham, fallecido hace ya dieciséis años. Mis colegas y yo hemos tomado la decisión de dar por terminado el experimento, ya ha ido demasiado lejos, que Dios se apiade de la pobre alma del Sr Curtis.<br />
<br />
Silencio total, absoluto, es lo que cualquier persona común nunca desearía o podría experimentar, es lo que más necesito ahora; ¿Cuánto tiempo paso desde la operación?, ¿días, semanas, meses?, ¿estoy vivo, o simplemente algo salió mal y deje de existir?, ya ni siquiera puedo escuchar mis propios pensamientos, las voces, cientos de miles de voces me lo prohíben. ¿Sera Dios, un ser único, todopoderoso, o solamente voces dentro de nuestra cabeza, que no podemos escuchar, no hasta que perdemos todos nuestros sentidos, ya sea mediante un compleja operación, o mediante la muerte misma? ¿Quieren saber cómo me siento en este momento?, imagínense a ustedes mismos solos en una habitación, pero..., no realmente. </div><div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;"><br />
</div><div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;"><br />
</div><div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">Perfil de Ianos en Taringa: <a href="http://www.taringa.net/perfil/ianos">http://www.taringa.net/perfil/ianos</a></div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-20175948663911353392010-05-08T12:00:00.000-03:002010-05-08T12:00:04.884-03:00El Sexo no Basta, Gregori Daratrazanoff<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="http://cuentopordia.blogspot.com/" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgEozhd0ZnmhYTHFF4SzbuPQ4FtqqlEQzKl1GEF2v389DNzxGdkWmCRY6A_daXGSyHuXXARXbzABfvzexs8jNPrxRn8Jsky67I9jJlarxBLd4ZAhRLYPOq6hSZQWcmF4errxrHRG3o4yKeA/s1600/El+Sexo+no+Basta,+Gregori+Daratrazanoff.png" /></a></div><br />
<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">-Si sabía que esto iba a ser sólo sexo, no te hubiera dicho que sí… -murmuró la desnuda joven, mientras se levantaba de la cama para buscar a tientas su ropa.<br />
<br />
Su amante rió roncamente, y giró para admirar el trasero de la muchacha.<br />
<br />
-Supiste desde el comienzo, que iba a ser sólo sexo, ma chérie. Unos buenos polvos y nada más- a juzgar por la voz, ella pudo imaginárselo abriendo sus brazos- Recuerdo que vos misma lo sugeriste…- completó mientras estiraba un tatuado brazo hacia la mesa de noche, buscando sus cigarrillos Marlboro Light.<br />
<br />
La castaña chica lo miró con el entrecejo levemente fruncido, expresión que le concedía una mirada cargada de odio a sus ojos esmeralda. Él tenía razón, ella había dicho eso, pero porque estaba desesperada con tenerlo entre sus piernas, y habría accedido a lo que fuera con tal de ello. Maldijo ese momento con todas sus fuerzas.<br />
<br />
Sin decir una palabra, salió de la habitación con dirección al baño, para darse una ducha. Escuchó como él se ponía de pie, y salía lentamente tras ella, como una serpiente. Estaba exhausta. Le temblaban las piernas, y le ardía un poco la piel, en aquellos lugares donde había sido mordida con fruición. Como cada vez que tenía sexo con ese bastardo. Su mejor amante. Su peor pesadilla.<br />
<br />
Abrió la canilla y dejó el agua correr, esperando a que llegara a la temperatura justa. ¿Por qué seguía haciendo esto? No lo entendía. Era algo completamente masoquista, seguramente. Pero aún así, muy en lo profundo de su ser, era algo que disfrutaba. Cada uno de los orgasmos que él le había dado fueron los mejores de su vida. No lo iba a negar.<br />
<br />
Se miró al espejo, no había podido hallar su ropa, y seguía desnuda. Como a él le gustaba, sin nada que ocultar debajo de una barata tela. Acomodó su cabello, que apenas le rozaba los omóplatos, y suspiró. Si no hacía algo pronto, estaría condenada. Condenada a sufrir como una perra. Y vaya que había sufrido bastante durante toda su vida como para que un hombre la hiciera sentir así.<br />
<br />
-¿Hay lugar para uno más, chérie?- era esa voz tranquila, grave, masculina, que ella reconocía a la perfección desde el vano de la puerta.<br />
<br />
Giró su cabeza hacia él, y lo vio mientras la devoraba con la mirada. En sus ojos negros sólo podía ver deseo, puro y animal. Quizá esta era su manera de pedirle disculpas por lo que había dicho pocos segundos antes. O quizá, simplemente quería más. Él siempre quería más.<br />
<br />
¿Acaso necesitaba esto? Un hombre con el cual compartía la cama, y nada más. Ni siquiera conocía a su familia, simplemente, algo de su pasado, algo tan insustancial como lo que ella le había dicho de sí misma: su nombre, su trabajo, y bueno, sus posiciones favoritas a la hora de tener sexo.<br />
<br />
Para su relación lo último, quizá era más que suficiente.<br />
<br />
La joven sonrió, y dejó que el gesto llegara a sus ojos, una sonrisa completa, de ésas que sabía que a él tanto le gustaban.<br />
<br />
El hombre gruñó roncamente, y se acercó a ella, tomándola por la cintura y besándola de manera apasionada, casi salvaje, dando estocadas en su boca, mientras recorría el cuerpo que ya conocía de memoria con sus manos hábiles.<br />
<br />
Necesitás esto. Lo necesitás a él. Necesitás poseerlo en este momento. ¿Realmente lo necesitaba?<br />
<br />
Lentamente la chica se dejó arrastrar a la ducha, donde el agua caliente -no más que ellos- los acogió, cayendo incesantemente mientras él la giraba, enfrentándola a la pared, penetrándola por detrás. La joven cerró los ojos, y separó sus labios, ya lo podía sentir, el leve cosquilleo que precede al orgasmo. Las manos de él la recorrían de arriba abajo, prestando especial atención a sus senos, y a su clítoris.<br />
<br />
Demonios, no podía aguantar más, iba a explotar. Y así lo hizo, explotó en mil pedazos, voló hasta los cielos entre mil colores y volvió mientras él aceleraba su ritmo. Ya no soportaba más. Literalmente, estaba muriendo ahogada en un mar de sexo. Nunca pensó que se iba a sentir así.<br />
<br />
A los pocos segundos, él acabó, llenándola con su cálido ser. No se retiró de su interior hasta que pudo acompasar su respiración, lo cual fue unos pocos minutos después.<br />
<br />
-No puedo seguir así- comentó ella con voz frágil, mirándolo mientras él echaba el rostro hacia atrás, para humedecer su renegrido cabello.<br />
<br />
Ninguno de los dos aún estaba por completo recuperado de la brutalidad de los orgasmos, y eso era evidente en sus respiraciones.<br />
<br />
-¿Así cómo?- sus fijos ojos oscuros la observaban a través de la cortina de agua que aún los cubría.<br />
<br />
-Así. No quiero esto, no necesito esto.<br />
<br />
Él alzó las cejas con descreimiento.<br />
<br />
-¿No necesitás esto? Querida, cualquier mujer cuerda necesita lo que yo te doy- pronunció mientras enjabonaba su propio cuerpo, cubierto parcialmente por tatuajes sobre los músculos bien definidos.<br />
<br />
-¡Mierda! No necesito que me cojas como si fuera un animal, necesito algo más, algo que nunca tuve, ni con vos ni con nadie- contestó ella saliendo de la ducha. Buscando un lugar seguro bajo una toalla blanca.<br />
<br />
Esperó unos segundos por una respuesta, pero no la obtuvo. Volvió a la habitación dejando humedad por todo el piso.<br />
<br />
Nunca debió haber confiado su cuerpo a ese bastardo insensible. No quería pensar que se estaba enamorando de él. No. Ella se había jurado a sí misma jamás amar a nadie en su vida. No quería sufrir como todas las mujeres de su familia, destinadas a morir solas y rodeadas de gatos, creyendo en príncipes azules, que al final resultaban ser grises tiranos.<br />
<br />
No. Ella sería diferente, o al menos lo intentaría.<br />
<br />
Encontró su pantalón de mezclilla detrás del sofá y se lo puso. Escuchó como la ducha se detenía y la cortina se descorría. Las cosas habían llegado a su fin, podía sentirlo muy dentro de ella.<br />
<br />
-Lo siento, no debí haberte tratado así... -comentó él con algo similar a la culpa en sus ojos, algo así como la mirada de un perro que sabe que hizo sus necesidades en la alfombra persa. Se había envuelto con otra toalla, cubriéndose la parte baja de la cintura.<br />
<br />
-Te equivocás. Yo permití que me usaras solamente para el sexo, y durante un buen tiempo, eso era suficiente para mí, pero ahora, ahora me doy cuenta que no me basta.<br />
<br />
-¿Yo no te basto?- la mirada de perro arrepentido se identificó, y ella tragó saliva discretamente. No podía pensar que lo estaba lastimando.<br />
<br />
-Mira, no es que tú no seas suficiente, es que esto...-buscó una manera sutil de continuar- lo que sea que pasa entre nosotros no me sirve, no me llena. Pero ambos accedimos a esto, ambos decidimos jugar el todo por unos buenos polvos- ella sonrió de lado, mientras se ponía la remera de Black Veil Brides que usaba bastante seguido.<br />
<br />
-¿Estás terminando conmigo?- la interrumpió él.<br />
<br />
-No puedo hacer otra cosa que ponerle fin a algo que, que me hace mal, estuve pensando como una estúpida, pensando acerca de vos y de mi, no sólo en la cama, sino como... Como una pareja, y me aterra haber siquiera imaginado eso, porque sé que no estamos hechos para eso. Estamos demasiado hechos mierda como para tener eso.<br />
<br />
El silencio precedió los pasos de él, que se ubicó detrás de ella para tomar sus hombros entre las manos.<br />
<br />
-¿Acaso vos decidiste eso? ¿Qué no podemos ser como los demás? Dejame decirte algo querida. Te equivocás. Tenemos algo que mucha gente siquiera soñó con tener. Tenemos una conexión, algo que va más allá de la carne -sonrió apaciblemente-. Sé cómo te gusta tu café, puedo descifrar lo que pensás tan sólo observando el rictus de tus labios, reconozco tus enfados, y tus caprichos. Sos una mujer completa, una mujer fascinante y hermosa, y te abriste a mí. Desde que estoy con vos, no estuve con otra, ¿sabías eso?- sonrió con ternura cuando ella lo negó- Lo supuse, seguramente pensabas que iba de cama en cama, usándote como a una puta, ¿no?- la muchacha no tuvo necesidad de decir que eso era exactamente lo que pensaba, pues él la conocía demasiado-. Pues no, somos una pareja, te guste o no, estamos juntos. Y mal que mal, eso es lo que me ha mantenido de pie todo este tiempo. Estos... estúpidos encuentros furtivos, estas salidas improvisadas, que siempre nos hacían terminar en un motel, para morir en los brazos del otro. Las esperaba como un loco. Te esperaba como un loco... ¡Carajo si eso no te basta no sé qué mierda esperas de mí! -su voz era un susurro, rayando en lo agresivo, pero él jamás alzaba la voz. Y así la derretía.<br />
<br />
-Quiero que por una puta vez desde que me conocés, me hagas el amor, y no me des sexo. Quiero sentirte como nunca te sentí, quiero eso, no pido mucho-la chica sonrió débilmente luego de decir esto, y se deshizo del contacto del hombre con un simple paso-. Pero sé que no me lo vas a dar, sé que no puedo aspirar a algo que jamás conoc...<br />
<br />
La frase hubiera sido todo lo dramática posible si él no la hubiera interrumpido con un profundo beso. Uno de ésos que jamás le habían dado, y que sólo sucedían en las películas.<br />
<br />
-Pensé que nunca lo pedirías ma chérie. Aunque, cada vez que te poseo, te hago el amor, te hago el amor como nunca se lo hice a nadie, como nunca lo volveré a hacer… Pensé que te bastaba tan sólo el sexo, y me hacía feliz darte placer, mientras moría de pena al verte partir por las mañanas...- su confesión era de una ternura inmensa, y ella creyó que le estaba jugando una broma.<br />
<br />
Ése no era el hombre que la daba vuelta como un carrusel. No. Ése no era él. No podía ser. ¿Acaso, acaso él también necesitaba eso? Sería tan sólo cuestión de probarlo. Cuestión de dejarse llevar en otro ámbito que no fuera la cama. Intentar aunque sea fingir ser una pareja, pero algo le decía, que sí.<br />
<br />
Que lo eran, y que lo amaba, o al menos amaba al hombre que la estaba mirando en ese preciso momento. Amaba la posibilidad que tenía ante sus ojos. La chance de ser feliz. Quizá también de sufrir mucho, pero ¡carajo! Lucharía por sonreír al lado de él como se merecen dos personas que se aman.<br />
<br />
-No me jodas...- murmuró ella mientras hundía sus labios entre los de él.<br />
<br />
El hombre río pícaramente.<br />
<br />
- Esta vez, no te jodo, lo prometo. Esta vez, haremos el amor...- contestó mientras la tomaba en entre sus brazos para llevarla a la cama. El lugar donde con una lentitud infinita, cumplió su promesa.</div><br />
<div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">Blog de Gregori: <a href="http://nadaescompletamentecierto.uphero.com/">http://nadaescompletamentecierto.uphero.com/</a></div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-84422004350345663082010-05-07T11:00:00.000-03:002010-05-07T11:00:04.367-03:00Más que la luz de las estrellas, Juan Jaboco Bajarlia<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="http://cuentopordia.blogspot.com/" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="248" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiQ8B2yK88tLccKP2SfI3auob2LjF-0DdWf0d_xti9dyQTd2oq4MgIOsNfZ2KDdzgfx6uU1baRaalT7uwDHfbFMoitou7K5jblURijdbNDrji2fQxvtlfypJrg3Y1NgIs3-xhM_IORJ0IJU/s320/M%C3%A1s+que+la+luz+de+las+estrellas,+Juan+Jaboco+Bajarlia.jpg" width="320" /></a></div><br />
Primero fallaron los retrocohetes. El combustible había perdido su detonador. Después estalló la cosmonave. Fue el final de la primera guerra interplanetaria. Sólo quedaron cuatro sobrevivientes. (Nunca se supo qué había sucedido con los otros cosmonautas). De estos cuatro, dos perecieron en el mar Cimmerium, de Marte. Los otros dos quedaron en órbita sobre Saturno. Llevaban el traje espacial y el cinturón de propulsión, imposible de manejar en ese momento por la fuerza orbital que los absorbía en una elipse vertiginosa. Estaban tomados de la mano, exactamente como al estallar la cosmonave, y llevaban, además, comprimidos de oxígeno que tragaban cuando el espacio se hacía asfixiante. El niño permanecía impasible, indiferente a la catástrofe. El único movimiento que realizaba con cierta avidez tenía relación con la mano libre que le quedaba, en cuya muñeca podía verse un pequeñísimo receptor de microcircuitos.<br />
<br />
- ¿Oyes algo? - preguntó la madre.<br />
<br />
Cuando Dédalus quiso contestar, un meteorito, al chocar contra la madre, le cercenó la cabeza que quedó, sin embargo, en órbita sobre la elipse a pocos metros de él. Quiso gritar. La voz se le coaguló en la garganta, mientras su mano derecha seguía aferrada a la otra mano de la madre decapitada. Minutos después, un segundo meteorito se llevó todo el cuerpo. Despapareció totalmente como si se hubiera fusionado con una masa incandescente diluida, a su vez, en el espacio. Dédalus quedó confuso, lleno de signos vacíos. Ahora estaba solo mientas la cabeza de su madre le seguía como un satélite en la elipse. En la escuela le habían enseñado a enfrentar situaciones y a no llorar. Pero sintió una angustia que no pudo reprimir. Y ya era tarde para lamentarse. Los meteoritos que cruzaban el espacio, también podrían mutilarlo o cercenarle la cabeza como a su madre.<br />
<br />
De pronto observó a lo lejos cierta estrella pálida, cruzada por una recta. Pero a medida que avanzaba vio que la recta se convertía en un anillo luminoso en cuyo interior giraba la supuesta estrella. Depués pudo ver con más claridad y creyó contar hasta diez lunas. Recordó algunos de sus nombres: Themis, Tetis, Titán, Hiperión. Ahora todo estaba claro. No era una estrella. ¡Era Saturno hacia donde lo llevaba la elipse! Sus conocimientos del planeta no eran profundos. Recordaba, sin embargo, que el día en Saturno (incluida la noche) era de diez horas, y que el planeta estaba cerca de 85 minutos-luz del Sol, razón por la cual se necesitaban doce años para cincunvolarlo.<br />
<br />
En ese momento se llevó el receptor al oído. Oyó por extrañas voces de tono apagado que pugnaban por expresarse. Eran los saturnianos. Pero su receptor era completo. Oprimió la llave de control que conectaba el microcircuito de la versión idiomática y pudo entender que los saturnianos estaban espantados. Que su proximidad en el cielo de Saturno era interpretada como signo de mal agüero. Uno de esos habitantes decía que se trataba de un daimón, un espíritu del mal. Otro aseguraba que era una señal que presagiaba el fin del mundo. (No nos olvidemos que ellos hablaban de su planeta.) De todas esas voces aplastadas, sólo una dijo que era necesario esperar el saturnizaje. "Si es como ustedes dicen -agregó-, lo mataremos. Si no, lo dejaremos en libertad". Dédalus siguió impasible. Le interesaba saber de qué manera saturnizaría. La cabeza de su madre permanecía en órbita junto a él.<br />
<br />
Mientras pensaba así, se ajustó el cinturón de propulsión. Ya estaba a veinte mil metros de Saturno, y caía vertiginosamente. Si le fallaba el cinturón se haría añicos sobre la escarcha del planeta. Pero el cinturón funcionó cuando ya se hallaban a dos mil metros. Dédalus comenzó a descender lentamente, precedido por la cabeza de su madre.<br />
<br />
Abajo, ciertos seres esferoides, erguidos sobre dos pequeñas extremidades, también circulares, esperaban su presencia. Ya en la superficie, un tanto asfixiante, pudo observarlos mejor. Sus extremidades eran cortas. Sus ojos, diminutos, pero no alargados como los suyos, sino redondos, con dos anillos en derredor de los mismos, que crecían a modo de cejas circulares. Sus vientres eran amplísimos, sobremarcados por dos anillos cartilaginosos (esto es lo que creyó). Los dedos eran esferoides y rugosos. Calzaban zapatos esféricos. Todos estaban desnudos a pesar de la baja temperatura, cubiertos con pieles que sólo les cubrían los hombros. Las mujeres llevaban aros en forma de media luna, que se repetían en los dijes de sus pulseras.<br />
<br />
Cuando Dédalus pisó la superficie de Saturno, creyó hallarse ante una "civilización india", pero no primitiva, con edificios circulares que se extendían también en los pisos circulares. Uno de esos seres que esperaban su descenso, se le acercó entonces tratando no pisar la cabeza de la madre que le había precedido. Le habló lentamente, con voz aplastada. Para entenderlo mejor, Dédalus extrajo de su bolsillo una pequeña antena que conectó al receptor-pulsera que llevaba, y puso en funcionamiento el microcircuito de la versión idiomática.<br />
<br />
El saturniano fue breve. Le dijo con voz pausada que se lo consideraba un espíritu del mal. Dédalus respondió, pero como el saturniano no lo entendiera, le acercó el receptor. Entonces, lleno de asombro, éste pudo entender su extraño lenguaje. Los que contemplaban la escena quedaron paralizados. Comprendieron que ese aparato diminuto era capaz de traducir cualquier especie de sonido, y que el recién llegado era realmente un daimón.<br />
<br />
Dédalus repitió su explicación. Dijo que era el único sobreviviente de la cosmonave que se había salvado en la guerra interplanetaria. Que su padre y un hermano habían perecido, posiblemente, en el mar Cimmerium, y que su madre era esa cabeza ensangrentada que yacía a su lado y lo había acompañado en la órbita espacial. El saturniano transmitió a los demás el discurso de Dédalus. Hubo un murmullo. Movieron las cabezas circularmente en señal dubitativa, y se reunieron en círculo para deliberar. El que había hablado con Dédalus, que era el jefe, quedó en el centro. Diez minutos después rompió el círculo, devolvió el receptor y se expresó en estos términos:<br />
<br />
- Eres de una raza monstruosa. En tu cuerpo gemina la semilla de la destrucción. Si te dejamos con vida, Saturno podría ser otro de los planetas donde crecería la discordia, como ya sucedió cuando el hombre, según lo llamas tú, pisó los otros mundos. Por eso, después de deliberar, se ha resuelto que debes morir. Vamos a extraerte el cerebro, para pulverizarlo y evitar de esta manera que ni aún tus cenizas, más terribles que los rayos cósmicos, puedan dañarnos algún día.<br />
<br />
Dédalus explicó que era un niño y que llevaba el germen de la juventud. Les dijo que podía trasmitirles la sabiduría del hombre y la felicidad. Pero los saturnianos, inconmovibles, interpretaron que estas palabras ya habían comenzado a corromperlos. Entonces, para evitar la tentación, hicieron sonar una trompeta y todos se arrodillaron. Era la señal de la muerte. El verdugo se adelantó con una máquina circular, a modo de yelmo, que puso en la cabeza de Dédalus, y antes de cubrirle el rostro, murmuró:<br />
<br />
- No sentirás nada. Dentro de un instante tu cerebro será arrastrado por el polvillo cósmico, hecho polvo también como lo fue en el origen cuando el fuego retrajo sus llamas.<br />
<br />
El verdugo accionó una palanca, y Dédalus se convirtió en polvo. Pero antes de que esto sucediera, alcanzó a ver la cabeza sangrante, pero aún con vida, de su madre en cuyos ojos advirtió, por primera vez, dos lágrimas que brillaban con más intensidad que la luz de las estrellas. </div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-19659616798460567552010-05-06T11:00:00.005-03:002010-05-06T11:00:04.647-03:00La Mendiga de Locarno, Heinrich von Kleist<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="http://cuentopordia.blogspot.com/" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjJLBNlesLTtNZGCF7TmqQVV4oViAHWze7-rnOjAF5WclWWlXwlCyrH_RN5xQxOC82eqFwWpLBleXqXd15q5xp9UMSWrLos1B7Da3XNkMn8Qv3zEOVHS8P4Kmu9owR97-wOImYCEKW4h4j/s1600/La+Mendiga+de+Locarno,+Heinrich+von+Kleist.jpg" /></a></div><br />
<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">En Locarno, en la Italia superior, al pie de los Alpes, se hallaba un palacio antiguo perteneciente a un Marqués, y que en la actualidad, viniendo del San Gotardo, puede verse en ruinas y escombros: un palacio con grandes y espaciosas estancias, en una de las cuales antaño fue alojada por compasión, sobre un montón de paja, una vieja mujer enferma, a la que el ama de llaves encontró pidiendo limosna ante la puerta. El Marqués, que al volver de la caza entró casualmente en la estancia donde solía dejar los fusiles, ordenó malhumorado a la mujer que se levantase del rincón donde estaba acurrucada y que se pusiese detrás de la estufa. La mujer, al incorporarse, resbaló con su muleta y cayó al suelo, de forma que se golpeó la espalda. A duras penas pudo levantarse y, tal como le habían ordenado, salió de la habitación, y entre ayes y lamentos se hundió y desapareció detrás de la estufa.<br />
<br />
Muchos años después en que el Marqués, debido a las guerras y a su inactividad, se encontraba en una situación precaria, un caballero florentino se dirigió a él con la intención de comprar el palacio, cuya situación le agradaba. El Marqués, que tenía gran interés en que la venta se efectuase, ordenó a su esposa que alojara al huésped en la ya mencionada estancia vacía, que estaba muy bien amueblada. Pero cuál no sería la sorpresa del matrimonio cuando el caballero, a media noche, pálido y turbado, apareció jurando y perjurando que había fantasmas en la habitación y que alguien invisible se movía en un rincón de la estancia, como si estuviese sobre paja, y que se podían percibir pasos lentos y vacilantes que la atravesaban y cesaban al llegar a la estufa, entre ayes y lamentos.<br />
<br />
El Marqués quedó aterrado; sin saber por qué, se echó a reír con una risa forzada y dijo al caballero que, para mayor tranquilidad, pasaría la noche con él en la habitación. Pero el caballero suplicó que le permitiese dormir en un sillón en su alcoba, y cuando amaneció mandó ensillar, se despidió y emprendió el viaje.<br />
<br />
Este suceso, que causó sensación, asustó mucho a los compradores, lo que incomodó extraordinariamente al Marqués, tanto es así que incluso entre los moradores del castillo se propagó el absurdo e incomprensible rumor de que eso sucedía en la estancia a las doce de la noche, por lo cual decidió él mismo terminar con la situación e investigar en persona el asunto la próxima noche. Así, pues, nada más empezar a atardecer, ordenó que le pusieran la cama en la susodicha estancia y permaneció sin dormir hasta la media noche. Pero cuál no sería su impresión cuando al sonar las campanadas de medianoche percibió el extraño murmullo; era como si un ser humano se levantase de la paja, que crujía, y atravesase la habitación, para desaparecer tras la estufa entre suspiros y gemidos.<br />
<br />
A la mañana siguiente, la Marquesa, cuando él apareció, le preguntó qué tal había transcurrido todo; y como él, con mirada temerosa e inquieta, después de haber cerrado la puerta, le asegurase que era cosa de fantasmas: ella se asustó como nunca se había asustado en su vida y le suplicó que antes de hacer pública la cosa volviese a someterse, y esta vez con ella, a otra prueba. Y, en efecto, la noche siguiente, acompañados de un fiel servidor, escucharon el rumor extraño y fantasmal: y sólo obligados por el intenso deseo que sentían de vender el castillo, supieron disimular ante el sirviente el espanto que les poseía, atribuyendo el suceso a motivos casuales y sin importancia alguna. Al llegar la noche del tercer día, ambos, para salir de dudas y hacer averiguaciones a fondo, latiéndoles el corazón, volvieron a subir las escaleras que les conducían a la habitación de los huéspedes, y como se encontrasen al perro, que se había soltado de la cadena, ante la puerta, lo llevaron consigo con la secreta intención, aunque no se lo dijeron entre sí, de entrar en la habitación acompañados de otro ser vivo.<br />
<br />
El matrimonio, después de haber depositado dos luces sobre la mesa, la Marquesa sin desvestirse, el Marqués con la daga y las pistolas, que había sacado de un cajón, puestas a un lado, hacia eso de las once se tumbaron en la cama; y mientras trataban de entretenerse conversando, el perro se tumbó en medio de la habitación, acurrucado con la cabeza entre las patas. Y he aquí que justo al llegar la media noche se oyó el espantoso rumor; alguien invisible se levantó del rincón de la habitación apoyándose en unas muletas, se oyó ruido de paja, y cuando comenzó a andar: tap, tap, se despertó el perro y de pronto se levantó del suelo, enderezando las orejas, y comenzó a ladrar y a gruñir, como si alguien con paso desigual se acercase, y fue retrocediendo hacia la estufa. Al ver esto, la Marquesa, con el cabello erizado, salió de la habitación, y mientras el Marqués, con la daga desenvainada, gritaba: «¿Quién va?», como nadie respondiese y él se agitara como un loco furioso que trata de encontrar aire para respirar, ella mandó ensillar decidida a salir hacia la ciudad. Pero antes de que corriese hacia la puerta con algunas cosas que había recogido precipitadamente, pudo ver el castillo prendido en llamas. El Marqués, preso de pánico, había cogido una vela y cansado como estaba de vivir, había prendido fuego a la habitación, toda revestida de madera. En vano la Marquesa envió gente para salvar al infortunado; éste encontró una muerte horrible, y todavía hoy sus huesos, recogidos por la gente del lugar, están en el rincón de la habitación donde él ordenó a la mendiga de Locarno que se levantase.</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-1474642480769713612010-05-05T11:00:00.000-03:002010-05-05T11:00:06.612-03:00Del Río Collon Curá, Leyenda Mapuche<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="http://cuentopordia.blogspot.com/" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjBfFP2La0J29dl79WnVck_pzFXaE6UGHBfPTbMd_3UOYFUqTeg4KOxWgoLLMUJziNgV0OxgmOVII-2_Fp8ZKgZJadUUZwso8448OPvpqu2Tr3eqkNt55VqUlxdfJhkV08N5aud9BbAPe-/s320/Del+R%C3%ADo+Collon+Cur%C3%A1,+Leyenda+Mapuche.jpg" width="320" /></a></div><br />
<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">A orillas del río Kollon-Kura habitaba un terrible gigante, devorador de hombres, a quienes cebaba previamente para que engordaran bien.<br />
<br />
Sus piernas eran gruesas como troncos de árbol y tan largas que le permitían pasar de un cerro a otro manejando un bastón, que era el tronco de un enebro, gracias al cual podía atravesar los valles.<br />
Naturalmente, un monstruo semejante era un peligro para los habitantes de la región, a quienes aterrorizaba el Trauko que así se llamaba el gigante, de barba desmesurada y cuyos cabellos parecían tallos de totora y eran de un rojo fuego, lo cual contribuía a darle un aire más feroz.<br />
<br />
En cierta ocasión, raptó a una muchacha que caminaba en compañía de su hermanito y se la llevó a la cueva. Pero el hermanito no se apartaba de las cercanías, escuchando siempre el llanto de la cautiva. Esto disgustó al gigante, quien le dijo cierto día a la muchacha:<br />
-Debes matar a tu hermano. Si no lo haces tú, lo haré yo mismo, pero en forma cruel, ya que estoy harto de su presencia. Y ahora, escucha. Nadie te servirá de puente para llegar al Huekúfu.<br />
<br />
Como esto era una amenaza de muerte para la muchacha, ésta prorrumpió en sollozos, ya que para ella su hermano era todo lo que le quedaba en el mundo fuera de sus padres. Pero, reaccionando, le dijo a su hermano:<br />
-Quédate lejos de la caverna, no te dejes ver. Frota tu cuerpo con grasa de león y adiestra mientras tanto nuestros dos trewuas, nuestros tan fieles perros Norte y Sur. Y cuando te llame con el chillido del pájaro Fürüfühue, apresúrate a venir con los perros, que me buscarán por todas partes.<br />
<br />
Un día, el pérfido gigante Trauko le dijo a la muchacha:<br />
<br />
-Ya que has amaestrado a los perros Norte y Sur, lánzalos contra tu hermano. Llámalo, pues saber donde está: porque si no lo haces, yo aplastaré a ese taimado, lo mismo que a los perros:<br />
Entonces, la muchacha imitó el chillido del pájaro Fürüfühue y cuando su hermano llegó con los perros Norte y Sur, el terrible Trauko, devorador de hombres, ordenó:<br />
-Ve con tu hermano. Debes ir a la montaña. ¡Llévate a los trewas y lánzalos sobre él para que lo despedacen!<br />
El cruel gigante quiso gozar del espectáculo; pero como los perros obedecían al muchacho más que a su hermana, cuando ésta les gritó: “¡Norte! ¡Sur! ¡Sus, al gigante!”, ambos se lanzaron con furor salvaje sobre el gigante, mordiéndolo todo en las partes más sensibles de su cuerpo, sin tergua, hasta ultimarlo.<br />
En su desesperación y dolor, el gigante se retorcía de tal modo que todavía hoy se ven las huellas de su cuerpo que forman un valle, y su cabeza se convirtió en piedra.<br />
<br />
Muerto el Trauko, ambos hermanos se fueron con los trewas a la cueva del gigante malo y allí encontraron tanto oro y piedras preciosas, así como admirables Llankas de la clase más valiosa, que se hicieron ricos. Los perros Norte y Sur se quedaron siempre con ellos y los reconocieron como sus salvadores no sólo ambos hermanos, sino también todos los habitantes de los alrededores, que tanto había hecho sufrir la vecindad del gigante y la constante amenaza de devorarlos. Según otros narradores, en el valle del cerro feo puede reconocerse no sólo el rastro del cuerpo del gigante, sino también el de su pétrea cabeza: con su sangre se formó un arroyuelo, y con los pelos de la barba se hicieron juncos.</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-12455322126439422042010-05-04T11:00:00.000-03:002010-05-04T11:00:05.093-03:00El Rapto del Sol, Baldomero Lillo Figueroa<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="http://cuentopordia.blogspot.com/" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiWuZDq2c0td67K-fAeuRTd499egpHM3-RWqau4WNxjUppzR6LxfDe92rsbxekeneZJVjjoh_NKBjkZ8TD-8asnIoc5y9q4yiZIhSrozJrtgofgXu0CzFzuHLd1DYYVFOPlts6GND5_oO4Y/s320/El+Rapto+del+Sol,+Baldomero+Lillo+Figueroa.jpg" width="320" /></a></div><br />
Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la Tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En su inconmensurable soberbia creía que todo en el Universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.<br />
<br />
Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:<br />
<br />
-¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá!<br />
<br />
El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:<br />
<br />
-¡Oh, divino y poderoso príncipe!, la solución de tu sueño es ésta: el pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal.<br />
<br />
Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano, clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la Tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.<br />
<br />
Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡El, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano!<br />
<br />
Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:<br />
<br />
-Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.<br />
<br />
¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros.<br />
<br />
Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:<br />
<br />
-¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la Tierra? Y el monarca contestó:<br />
<br />
-Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.<br />
<br />
Calló Raa, y el rey dijo:<br />
<br />
-¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?<br />
<br />
-No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel.<br />
<br />
-Hoy mismo lo tendrás -dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubécula de verano.<br />
<br />
Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.<br />
<br />
Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.<br />
<br />
El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.<br />
<br />
Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:<br />
<br />
-Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh, excelso príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.<br />
<br />
El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:<br />
<br />
-Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno, sino toda una legión.<br />
<br />
Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió:<br />
<br />
-¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.<br />
<br />
En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:<br />
<br />
-¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia, y su sabiduría, necedad!<br />
<br />
Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:<br />
<br />
-El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh, rey! No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!<br />
<br />
Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:<br />
<br />
-Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese es el mío -y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó-: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiel fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Anídanse en él más cólera que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.<br />
<br />
La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.<br />
<br />
El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.<br />
<br />
El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:<br />
<br />
-¡Oh, rey, has prometido...!<br />
<br />
Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:<br />
<br />
-¡Arrancadle, vivo, el corazón!<br />
<br />
Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que nunca, cuando de improviso se ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:<br />
<br />
-Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la Tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.<br />
<br />
Salió ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin más compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba subía bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez más empinado y más áspero. Pero ni el cansancio ni el frío ni la sed ni el hambre le molestaban en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia avivaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.<br />
<br />
Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Lo asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetu, los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió:<br />
<br />
-¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!<br />
<br />
Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.<br />
<br />
En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge rauda hacia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y ocultaron otra vez la Tierra.<br />
<br />
Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la más alta torre del palacio. El alcázar estaba desierto y debía de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los había en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra civil y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente interrumpido la matanza.<br />
<br />
Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.<br />
<br />
De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora:<br />
<br />
-¿De qué te quejas? ¿Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus acciones sin otro refugio que tu corazón? Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor.<br />
<br />
Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.<br />
<br />
A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero, y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo.<br />
<br />
Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes y las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producía en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba, parecía multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola y única, invulnerable a la muerte.<br />
<br />
De pronto el monarca sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertenecían a un siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; mas, estaban tan yertas, tan heladas, había tanta ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas, empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamígero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrasó todos los pechos, anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fue creciendo y agitándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com89tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-24115411561976736852010-05-03T11:00:00.000-03:002010-05-03T11:00:03.709-03:00Un fenómeno inexplicable, Leopoldo Lugones<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;">Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía. vino en mi auxilio.<br />
<br />
-Conozco allá -me dijo- un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación...<br />
<br />
Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.<br />
<br />
Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje.<br />
<br />
Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábase rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse a mi huésped, que se lo tenía por hombre considerable.<br />
<br />
No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado.<br />
<br />
En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante su aspecto de chalet industrioso, tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio.<br />
<br />
Cuando llegué a la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño, cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano, crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una guía de enredadera.<br />
<br />
Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría, con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome.<br />
<br />
Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de clergyman; labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares, equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso.<br />
<br />
Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue donde empecé a notar algo extraño.<br />
<br />
Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba a mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual.<br />
<br />
La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré a exponer.<br />
<br />
-La influencia que sobre el péndulo de Rutter -dije concluyendo una frase-, ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis quinientas o mil veces mayor.<br />
<br />
Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora.<br />
<br />
-Sin embargo -respondió- Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach.<br />
<br />
-Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota.<br />
<br />
Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos.<br />
<br />
-¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor Leger?<br />
<br />
-El segundo -respondí.<br />
<br />
-Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach?<br />
<br />
-Esta: los sensitivos con que operaba, influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto, exigían que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón, eran individuos nada versados por lo común en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así, saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo si son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la alucinación...<br />
<br />
-Oh, ya tenemos aquí la alucinación -dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado.<br />
<br />
-No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa.<br />
<br />
-Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el medium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas...<br />
<br />
-Permítame una pequeña digresión -interrumpí, encontrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje-: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta. ¿Ha sido usted militar?...<br />
<br />
-Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India.<br />
<br />
-Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios.<br />
<br />
-No; la guerra cerraba el camino del Tíbet a donde hubiese querido llegar. Fui hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud, regresé muy luego a Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879; y por último a este país en 1888.<br />
<br />
-¿Enfermó usted en la India?<br />
<br />
-Sí -respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento.<br />
<br />
-¿El cólera?... -insistí.<br />
<br />
Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad.<br />
<br />
-Fue algo peor todavía -comenzó mi huésped-. Fue el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme.<br />
<br />
Me incliné agradecido.<br />
<br />
-¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer, le revelará hasta dónde puede llegarse.<br />
<br />
El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto gramatical . Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero.<br />
<br />
-En febrero de 1858 -continuó- fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los yoghis, los singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes?<br />
<br />
-Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes...<br />
<br />
-Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así, imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra.<br />
<br />
-¿Por cuál método?<br />
<br />
Sin responderme, continuó:<br />
<br />
-Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde... Una distracción prolongada, ocasionaba el desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo, diré expresando concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo, durante el sueño extático.<br />
<br />
-¿Y pudo conseguirlo?<br />
<br />
-Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me muevo jamás...<br />
<br />
Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz.<br />
<br />
-Cálmese usted -le dije, aparentando confianza-. La reintegración no es imposible.<br />
<br />
-¡Oh, sí! -respondió con amargura-. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro...<br />
<br />
Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio.<br />
<br />
-Pero en fin, ¿ese mono?..., pregunté para agotar el asunto.<br />
<br />
-Es negro como mi propia sombra, y melancólico al lado de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a mí!<br />
<br />
Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación.<br />
<br />
Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva:<br />
<br />
-Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego.<br />
<br />
Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que a cada momento se encontraba el hombre.<br />
<br />
Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedíle que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra.<br />
<br />
Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta.<br />
<br />
Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado.<br />
<br />
Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace.<br />
<br />
-No mire usted -dije.<br />
<br />
-¡Miraré! -me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el papel ante la luz.<br />
<br />
Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita!<br />
<br />
Y conste que yo no sé dibujar.<br />
</div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-18973613822143526262010-05-02T12:00:00.002-03:002010-05-02T12:00:01.953-03:00Ciclo, Giancarlo Sereni<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi1GHn8n6A4J00ZnZcDuqwvknDsO5qeF3hCgjGDJLHesyJAI8We7OTWUnK-USEknBVg9kEo5g8yG-VeoM9XCcA_1b9QhWWEkMsIl8jOsF3c8E_ao5uOQL10DAx7CGnq2Df7nMzA0lYbEyIU/s1600/Ciclo,+Giancarlo+Sereni.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="240" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi1GHn8n6A4J00ZnZcDuqwvknDsO5qeF3hCgjGDJLHesyJAI8We7OTWUnK-USEknBVg9kEo5g8yG-VeoM9XCcA_1b9QhWWEkMsIl8jOsF3c8E_ao5uOQL10DAx7CGnq2Df7nMzA0lYbEyIU/s320/Ciclo,+Giancarlo+Sereni.jpg" width="320" /></a></div><br />
Cuando me desperté estaba rodeado de caras que aún seguían tristes. Me acomodé un poco sobre la cama y respiré hondo para comprobar que aún vivía. Que raras somos las personas a veces. Respiramos para comprobar que estamos vivos. Ja! Como si supiéramos lo que nos espera en el más allá.<br />
Me reincorporé, le puse una mano en el hombro a mi má y le dí un beso en la cabeza.<br />
<br />
- Tranqui má, unos mates te van a levantar un poco el ánimo. Te los hago como te gustan. Así, con un poquito de cáscara de naranja y 2 gotitas de chuquer.<br />
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Entonces fui a la cocina y puse la pava sobre el fuego. Mientras el agua adquiría temperatura me encargué de quitar un pequeño gajito de naranja. ¡Como le gusta el mate con naranja a la vieja! <br />
Me acuerdo que el año pasado, cuando al viejo le agarró varicela, tuvo que cuidarlo por un mes entero. Su único cable a tierra fueron mis guitarreadas en el jardín acompañadas con unos buenos verdes con cascara de naranja. En esos momentos la vieja, si estaba con ánimos, se tiraba en el pasto con los ojos cerrados. ¡Que cara más dulce má!<br />
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¿Te acordás el ante año? ¿Cuando nos fuimos con el viejo a córdoba a visitar a la tía? ¡Que viajecito! Se nos quedó el auto llegando a Calera y tuvimos que esperar 4 horas a los sinvergüenzas de la grúa. ¡Un bajón!<br />
Lejos de eso, la pasamos muy bien tirándonos unos chapuzones en el río. Que gracioso era verlo al viejo haciendo la plancha!<br />
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Cuando tenía 10 años, mi mamá se enojó mucho conmigo el día que le cambié las pastillas al abuelo por confites súper ácidos. Si bien fue muy gracioso verle la cara toda chupada a ese viejo cascarrabias el pobre calló muy enfermo a la semana siguiente. A veces mamá me lo recuerda cuando, con la vista ida, recuerda al abuelo.<br />
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Sin embargo, dos años antes del cambio de pastillas, el abuelo era un tipo diferente. No protestaba tanto y jugaba más conmigo. Me parece que cambió su actitud cuando se enteró que tenía que ir más seguido al hospital. ¿Y quién no lo entendería? Yo prefiero comer el pescado que hace mi hermana a tener que ir cada dos días al hospital.<br />
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- A ver a ver... ¿Cuantos años tiene ese nene?<br />
- ¡Azí! - dije levantando tres dedos.<br />
Grave error, no aprendía de mis errores. La tía Nora me levantaba y me apretujaba contra sus pechos de goma espuma. Luego seguían mis cachetes y, finalmente, las marcas de pintalábios azul.<br />
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Qué cálida está tu panzita má. Acá se siente muy bien. Pero, ¿vos estás bien?. ¿Estás preocupada por algo? ¿Por qué le estás dando al mate con naranjas? No aguanto más este lugar, quiero salir a conocerte.</div><br />
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<div style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif;">Blog de Giancarlo: <a href="http://desconexionliteral.blogspot.com/">http://desconexionliteral.blogspot.com/</a></div>Cuento por Díahttp://www.blogger.com/profile/15366676967645653950noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3047983860719015779.post-85459299585391024772010-05-01T12:00:00.002-03:002010-05-01T12:00:01.368-03:00Testamento, Texi<div style="font-family: Verdana,sans-serif; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="http://cuentopordia.blogspot.com/" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiXq9uXLSEg1zLj0xU8eA6EalkKT1z2k4VH4BK1-W6cuzBuKZEkiVV82Vm6ZXfQSL9CTLwT2y4en1gdj0ncG82oGwrivosWZEuwM25eV-eIaL0CV5028mn84KpCVuAkNjq4NURvf5Kb7eo9/s1600/Testamento,+Texi.jpg" /></a></div><br />
En un viejo pueblo del sur, un señor se anotó en una caminata solitaria en la montaña. Alto y de cara impávida, vestido formalmente con un perfecto traje negro y una corbata a juego, escribió su nombre sobre el papel del registro y se largó hacia el camino.<br />
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Al anochecer, el hombre no había vuelto. Preocupados, los guardabosques decidieron buscarlo en la oscuridad del monte. Tras largas horas de trabajo, finalmente hallaron su cuerpo, rígido y sereno, dentro de las frías nieblas de la cumbre.<br />
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Se armó un gran revuelo ya que nadie sabía quién era ni a qué había venido. Unos días más tarde del hecho, se presentaron las autoridades de la ciudad investigando la repentina desaparición del difunto. Al parecer, era un escritor de gran renombre que se había escapado de su hogar.<br />
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La policía identificó al cadáver y en su rutinaria búsqueda de evidencias encontraron en el registro de visitantes una página suelta, escrita a mano, en la que se leía:<br />
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- Nadie reconoce a los escritores hasta que mueren.</div><br />
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