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domingo, 11 de abril de 2010

Colapso, Giancarlo Sereni


- ¡Pero si sólo dije que tu pelo estaba un poco… alborotado! ¡No podés ponerte así!

Pero no escuchó. De un portazo se fue de casa. Atravesó la avenida. Llegó a la plaza. Se sentó y esperó. La sal recorrió su cara y, luego de 30 minutos exactamente, se fue hacia el subte. Salió de él y, acto seguido, caminaba por la vereda. El sol aún goteaba suaves copos de calor.

Estaba decidida. Tomó la golden con firmeza y atravesó el salón de belleza.

- Quiero algo nuevo. Diferente. Improvise, pero quíteme este desastre.

Sólo 25 minutos después el cielo espió sus ojos verdes. El pobre innato casi parecía sonrojarse. Su nuevo look la hizo sentir rara. No sabía si le gustaba, pero sabía que estaba distinta y, por ahora, eso estuvo bien.

Hermosa y soberbia caminó una, dos y tres cuadras. Altiva contemplaba a sus rivales. Inferiores por supuesto. Acabadas y vulnerables, no como ella, casi las veía arrodillarse cuando las penetraba con su mirada.

No obstante, su irritación brotaba. Nada saciaba su sed de gloria. Quería ser la única. Quería más, necesitaba más. Pisotear las sobras de la belleza mundana. Giró sobre sus talones y contempló una vidriera. Nuevamente, con la golden en mano, atravesó las murallas de vidrio. Se ausentó en un probador y al salir nuevamente a la vereda, lo hizo sin las bolsas de sus compras.

Su nuevo mini vestido negro (por demás corto), suave e impenetrable, cautivaba las miradas, exageradamente excitadas, de los hombres y la envidia, sin lugar a dudas, de las mujeres. Eso era lo que necesitaba. Miraba a todos de reojo, ahora buscaba desplazarse entre esas masas de carne con total naturalidad, como si su cuerpo fuera la piel más fina del viento.

Sus leves contoneos marcaban dos segundos exactamente. Todos a su alrededor estaban sincronizados con su ritmo. En tic tac hipnótico.
Tuvo el impulso de reírse de todos, pero eso delataría su sencilla y forzada naturalidad. Así que, sin más, continuó caminando. Sentía que la miraban, sentía ser la dueña de sus sueños. La vanidad la deseaba.

Fue entonces que, cuando se acostumbró al rol de diosa, comenzó a temblar. Puso sus manos sobre su cara y cayó al suelo. Rendida, lloró para purgar su alma y todo se desvaneció. Su ropa, su cabello, su perfume. Nuevamente en aquella plaza. Sola, sentía el pecho compactado. Como si su alma hiciera un terrible esfuerzo por deslizarse por un embudo.

Unos brazos rodearon suavemente su cuello y sintió el peso de alguien posándose sobre su espalda. Abrió rápidamente sus verdes ojos. Durante un minuto contuvo la respiración hasta que, lentamente, soltó un suspiro cargado de espesas penas. Volvió a cerrar los ojos, esta vez suavemente, como entregándose a la nada. Se aferró a uno de los brazos y sonrió.

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