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sábado, 17 de abril de 2010

Quién quiere ser millonario, Matías Bob


El sorteo se realizaba cada viernes a las diez de la noche. Pero el ritual comenzaba los martes, a más tardar los miércoles si algo raro pasaba en el trabajo o con Doña Tita y su eterno problema de ciática (cuando no era la gota o la hipertensión).

El ritual consistía en elegir los números, aunque no sé si “elegir” es la palabra apropiada; Los números eran (desde siempre) los mismos: el dos, el siete, el quince, el veintitrés, el veinticuatro, el treinta.

A pesar de que no puedo asegurarlo (nadie puede asegurar lo que pasa dentro de la cabeza de las personas) estoy convencido de qué él creía ver señales inequívocas que el destino le enviaba.

Su técnica era sencilla de implementar aunque no tan fácil de explicar. Digamos que durante los dos o tres días previos al sorteo se enfocaba en buscar a su alrededor señales que le marcaran los números sagrados.

Por ejemplo, si el sorteo caía un viernes ocho no le prestaba atención, pero si el sorteo caía un viernes veintitrés, encontraba que esa correspondencia era demasiada coincidencia: debía jugar al veintitrés. Si durante la semana le hacían trece pedidos de tubos, nada ocurría; Pero, si los pedidos eran quince, una alarma saltaba en su cerebro: allí estaba el quince, dispuesto a jugar a su favor.

Hubiera sido interesante conocer el origen de la selección de aquellos dígitos. Si tienen o tuvieron algún sentido, si fueron escogidos al azar, si son la clave de algún oscuro secreto de su pasado, si algún dios (o incluso El Dios) se los había dictado al oído mientras dormía.

Si alguien se lo hubiera preguntado, él no hubiera sabido precisar de dónde venían.
Tan sólo repetiría que era el azar el que cada semana se los dictaba.

Aquella semana vió dos palomas volando sobre su cabeza el martes; el miércoles quince de setiembre su madre, Doña Tita, cumplía años; setiembre tenía treinta días; el mismo miércoles por la noche soñó con las pirámides, una de las siete maravillas; el jueves, apenas llegar a su despacho, recibió una llamada que le confirmaba el pedido de dos docenas de palets de cerámicas de mármol; Ese mismo jueves, mientras hacía zapping antes de acostarse, se detuvo en un canal que televisaba una biografía de Michael Jordan.
Era el canal diez.
Eran las once y cinco de la noche.
Y en la tele, Michael Jordan usaba el número veintitrés.


Aquella semana tendría algo diferente a las semanas anteriores y a las que vendrían.

Nada fuera de lo común ocurrió hasta el viernes a las nueve de la noche, hora del sorteo. Doña Tita llamó diariamente para recordarle sus obligaciones de hijo, su esposa le preparó el almuerzo y también la cena, su jefe lo obligó a quedarse después de la hora de salida para completar los formularios de algunos pedidos de último momento y tuvo que llevarse trabajo a casa para completarlo durante el fin de semana, como cada los viernes.

Llegó casi sobre la hora del sorteo, más tarde que de costumbre, así que tuvo que preparar las cosas a las apuradas.

Su mujer antes le dejaba todo preparado: la copa, el brandy, la cigarrera con los puros, las cerillas...

Pero hacía mucho que había dejado de hacerlo, ahora era él quien buscaba cada elemento y los colocaba en la posición que correspondía, sobre la mesa. ¿De qué serviría todo? ¿La búsqueda, el gasto de comprar el extracto, la esperanza, si se fallaba en ese último momento? Las cosas debían hacerse como siempre se hacían.

Pero, ya lo mencionamos, algo cambió aquel viernes. Encendió la radio en la cadena habitual, allí estaba la voz del locutor de siempre, con el discurso de siempre, diciendo las cosas de rigor, fecha, número de sorteo, disposiciones legales, etecé, etecé. Luego unas pequeñas palabras de los anunciantes, claro. Y entonces sí. El sorteo.

Era sólo por ese segundo, por ese silencio que se abría antes de que se cantara la primera cifra que se mantenía vivo. Era sólo en ese instante cuando se sentía vivo.
Y generalmente aquella sensación maravillosa duraba apenas hasta que la primera bola lo desengañaba. Y su esperanza rápidamente se reacomodaba enfocándose en el viernes siguiente. Pensando qué señal no había observado, qué paso no se había realizado a la perfección, qué había fallado en el rito...

Pero ese día no ocurrió nada de eso. Ese día la primera bola fue su bola.

No sintió nada durante unos segundos, levantó la vista buscando confirmación en la mirada de su mujer pero ella no estaba cerca. El locutor repitió el número, repitió su número. Quiso reír pero sólo se dibujo una sonrisa en su rostro. Eso no significaba nada. Nada de nada. Esperar, esperar. Algo raro le pasaba en el pecho, parecía que algo lo ahogaba. ¿Qué era esa extraña sensación? Segundos después comprendió: Debía volver a respirar.

Una profunda bocanada de aire se extendió por sus pulmones. Si no seguía vivo de nada serviría todo aquello.

El sorteo no daba tregua y aquel puntazo de desesperanza que no llegaba, también tenía la segunda cifra.

De repente, imágenes aparecieron a la velocidad de la luz delante de sus ojos, la realidad visible se transformó en una mancha blanca y sólo prestaba atención a su mirada interna. Imágenes del futuro, de futuros posibles, de él humillando a su jefe y al jefe de su jefe, de él librándose de su esposa, de una casa blanca y brillante en una pradera verde y desierta.

Mientras, el sorteo seguía pero la casa blanca no se iba; También tenía el tercer número y la casa blanca ahora estaba en su estómago, pero ya no era una casa blanca y brillante, si no una mancha blanca y brillante que comenzaba a crecer, a devorarlo desde dentro.

Como un gran agujero negro (sólo que blanco) que transformaba todo en vacío. Ya estaba lanzado, ya estaba convencido de que ganaría el sorteo, ni siquiera necesitaba la confirmación de los tres números siguientes.

Cantaron el cuarto, que también era el suyo y el terror por la desilusión y la felicidad por la posibilidad ya no importaban, ahora era otra cosa lo que comenzaba. Algo incómodo (y muy físico) que venía desde abajo avanzando como un rayo a través de su espalda. Y ahora veía a su hermano viniendo desde Pasadena a visitarlo, a su madre vestida de fiesta en un salón iluminado, a decenas de hombres de traje esperando sus decisiones, a su esposa en un coche descapotable con un hombre veinte años más joven, a sí mismo comiendo manjares exquisitos en un comedor gigantesco e impecable un viernes por la noche...

Cuando escuchó el quinto número tuvo un instante de lucidez y supo que, en el fondo, no quería ganar, que no soportaría ganar. El vacío, la mancha blanca ahora invadían todo. Creyó sentir a su mujer detrás suyo, expectante, pero no estaba seguro, la realidad era muy difícil de percibir ahora.

Ella sí que soportaría el premio, ganar los liberaba a ambos; A él, hacia el infierno y a ella, hacia el paraíso.

Y entonces fue consciente de su egoísmo y se regocijó en el. No quería el bien para nadie más que él mismo. El no quería ganar, el sólo quería jugar. Y esto, señores, esto es jugar en las grandes ligas pensó.

Aún faltaba un número y deseó, deseó con todas sus fuerzas que ese número no fuera el veintitrés.

Su vida era asquerosa pero así y todo, era mejor de lo que sería si ganara. Si ganaba, todos ganaban, menos él.

Deseó con su toda alma, deseó con todo su cuerpo, hasta que en la radio cantaron el sexto.


Perfil de Matías en Taringa: http://www.taringa.net/perfil/3867475

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