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miércoles, 31 de marzo de 2010

Relatores, Alejandro Dolina


Los griegos creían que las cosas ocurrían para que los hombres tuvieran algo que cantar. Las guerras, los desencuentros, los amores trágicos, los horrendos crímenes, las gestas heroicas: todo tenía para los dioses impíos el único fin de proporcionar tema a los cantores. La Historia pone al alcance del menos docto centenares de ejemplos de relatos que fueron más ilustres que los sucesos narrados.

Resulta difícil concebir una idea más triste del destino humano. Sin embargo, a los juglares, cantores, cronistas y narradores de cuentos, les complace pensar que el mundo se mueve para favorecerlos en su oficio.

Héctor Bandarelli, el relator deportivo de Flores, creyó pertenecer a la estirpe de Homero. Durante toda su vida se esforzó para que la narración deportiva alcanzara las alturas artísticas de la épica.

En sus comienzos, Bandarelli hizo algo que nadie había hecho antes. Siendo entreala izquierdo del equipo de Empalme San Vicente, acostumbraba relatar los partidos que él mismo jugaba. Era héroe y juglar, Aquiles y Hornero, Eneas y Virgilio. Según dicen, no era del todo imparcial en sus narraciones. Cuando se hacía de la pelota, comenzaba a elogiar su propia jugada.

—Extraordinario, Bandarelli avanza en forma espectacular.

Muchas veces, por elegir las palabras e impostar la voz, se perdía goles cantados. Cantados incluso por él mismo.

A medida que pasaba el tiempo, el relator iba superando al jugador. Algunos viejos que lo vieron jugar cuentan que pasaba la mayor parte del tiempo parado en el medio de la cancha, relatando, casi sin tocar la pelota. inalmente fue excluido del equipo. Sin rencor ni tristeza, siguió acompañando las modestas giras del Empalme San Vicente, sólo para relatar desde un costado de la cancha el partido que jugaban sus antiguos compañeros. Lo hacía sin micrófono y sin radio, de modo que nadie lo escuchaba, salvo algún wing peregrino que alcanzaba a oír de paso su voz emocionada.

Después, según se sabe, el Empalme San Vicente dejó de jugar y sus futbolistas pasaron a integrar otros equipos. Y en ese momento, cuando todo hacía sospechar la decadencia de Bandarelli, el hombre dio un paso genial: descubrió que su narración no necesitaba de un partido real. Era posible relatar partidos imaginarios, hijos de su fantasía. Parece una evolución previsible: los antiguos poetas cantaban hazañas más o menos reales. Después las inventaron.

Lo mismo sucedió con Bandarelli. Y al no tener que ceñirse al rigor de los hechos ciertos, los partidos que relataba empezaron a mejorar: se lograban goles estupendos, los delanteros eludían docenas de rivales, había disparos desde cincuenta metros, los arqueros volaban como pájaros, se producían incidentes cruentos, los árbitros cometían errores perversos.

De a poco, el artista fue incorporando elementos más complejos a su obra. El tiempo, por ejemplo, manejado en un principio de un modo convencional, pasó a tener durante el apogeo de Bandarelli un carácter artístico y psicológico. Los partidos podían durar un minuto o tres horas.

Algunas veces, el relator omitía cantar un gol, pero daba claves y mensajes sutiles para que el oyente descubriera la terrible existencia del gol no cantado. Aparecían, cada tanto, unas historias laterales que provocaban un falso aburrimiento, que no era sino una trampa para mejor asestar la alevosa puñalada del gol sorpresivo. Todos recuerdan el famoso partido Boca-Alumni que Bandarelli relató en un asado del club Claridad de Ciudadela. En esta obra mezcló jugadores actuales con glorias de nuestro pasado futbolístico. Los viejos hacían fuerza por Alumni, los más jóvenes por Boca. Ganó Alumni, pero en su magistral narración, Bandarelli dejó caer —con toda sutileza— la sensación de que los boquenses, por respeto a la tradición, se habían dejado ganar.

Las audiencias de Bandarelli no siempre fueron numerosas. Algunos partidos los relató solo, en una mesa del bar La Perla de Flores, ante el estupor de los mozos y parroquianos. Pero poco a poco, los muchachones del barrio fueron descubriendo sus méritos y con el tiempo hubo quienes prefirieron escucharlo a él antes que ir a la cancha.

En 1965, Héctor Bandarelli organizó su campeonato paralelo de fútbol. Todos los domingos narraba el encuentro principal, mientras un colaborador lo interrumpía para comunicar lo que sucedía en el resto de los partidos. Algunas firmas comerciales de Flores lo ayudaron a solventar los nulos gastos del certamen a cambio de avisos publicitarios.

Las narraciones tenían lugar en la puerta de la casa de Bandarelli y, cuando llovía, en la cocina. Hay que decir que el relator poeta nunca trabajó para ninguna emisora y jamás utilizó micrófono, salvo en la grabación que realizara del segundo tiempo de Barracas Central-Barcelona, ya en el final de su carrera.

El campeonato paralelo terminó en un desastre. El artista no tuvo mejor ocurrencia que sacar campeón a Unión de Santa Fe y mandar al descenso a River, lo que irritó a muchas personas, que hasta llegaron a agredir a Bandarelli. Pero todos los que saben algo del relator coinciden en afirmar que su mejor partido fue Alemania-Villa Dálmine, relatado en el Colegio Alemán de la calle José HErnández, a pedido de la Asociación Cooperadora. Ese encuentro fue un verdadero canto a la hermandad entre los hombres. Los zagueros entregaban banderines a los delanteros rivales en cada jugada. El árbitro abrazaba llorando a los futbolistas que quedaban en off-side.

Los de Villa Dálmine hicieron una suelta de palomas celestes y blancas a los quince minutos del segundo tiempo para celebrar el segundo gol de la selección alemana. En el final, todos se abrazaron e intercambiaron obsequios. Fue inolvidable. En el Colegio Alemán, los padres lloraban de emoción añorando la tierra de sus antepasados. Algunos miembros de la Asociación Cooperadora pidieron a Bandarelli que volviera a relatar el encuentro en diferido, pero el artista se negó. En el esplendor de su actividad, tal vez advirtiendo el carácter efímero de su obra, resolvió escribir libretos detallados que luego archivaba prolijamente. Desgraciadamente, sus familiares quemaron este valiosísimo corpus argumentando que juntaba mugre. Nos queda apenas un breve fragmento, correspondiente al encuentro Boca Juniors 3 - Vélez Sársfield 3. "Solidario, agradecido, ayuno de envidias, Javier Ambrois entrega la pelota a Nardiello. El viento agita las banderas en los mástiles de la Vuelta de Rocha. Nardiello tira un centro rasante... Arremete. J. Rodríguez, pero ya es tarde... tarde para remediar los errores del pasado... tarde para volver a unos brazos que ya no nos esperan... Ya es tarde para todo. "Según sus seguidores, el libreto le quitaba frescura a Bandarelli y -como hemos visto— recargaba un tanto su estilo.

Un día desapareció. Algunos dicen que se mudó, o que se murió, es lo mismo. La gente volvió a preferir los partidos sonantes y constantes de la radio. Los relatores de hoy tienen la posibilidad de seguir al maestro e intentar la ficción y la fantasía en sus narraciones. ¿Por qué depender de la actuación, muchas veces mediocre, de los futbolistas?

¿Por qué no crear con la voz jugadas más perfectas? ¿Por qué no dar nacimiento a deportistas nobles, diestros y mágicos que nos emocionen más que los reales? Se puede ir más allá. Todo el periodismo podría tener un carácter fantástico y abandonar los vulgares hechos de la realidad para aludir a sucesos imaginarios: conflictos, tratados, discursos, crímenes e inauguraciones de ilusión. En este último instante comprendo que nadie me asegura que estos artistas no existen ya. Tal vez, todo cuanto uno lee en los diarios no es otra cosa que un invento del periodismo de ficción.

Sin embargo, esta clase de incredulidad conduce a sospechar la falsedad del Universo mismo. Suspendamos semejante astucia porque algunos hasta podrían pensar que el propio Bandarelli es imaginario y sus partidos sombras de una sombra.

martes, 30 de marzo de 2010

La Vida Profesional 2, Eduardo Galeano


Tienen el mismo nombre, el mismo apellido. Ocupan la misma casa y calzan los mismos zapatos. Duermen en la misma almohada, junto a la misma mujer. Cada mañana, el espejo les devuelve la misma cara. Pero él y él no son la misma persona:

-Y yo, ¿qué tengo que ver? -dice él, hablando de él, mientras se encoge de hombros.

-Yo cumplo órdenes -dice, o dice:

-Para eso me pagan.

O dice:

-Si no lo hago yo, lo hace otro.

Que es como decir:

-Yo soy otro.

Ante el odio de la víctima, el verdugo siente estupor y hasta una cierta sensación de injusticia: al fin y al cabo, él es un funcionario, un simple funcionario que cumple su horario y su tarea. Terminada la agotadora jornada de trabajo, el torturador se lava las manos.

Ahmadou Gherab, que peleó por la independencia de Argelia, me lo contó. Ahmadou fue torturado por un oficial francés durante varios meses. Y cada día, a las seis en punto de la tarde, el torturador se secaba el sudor de la frente, desenchufaba la picana eléctrica y guardaba los demás instrumentos de trabajo. Entonces se sentaba junto al torturado y le hablaba de sus problemas familiares y del ascenso que no llega y lo cara que está la vida. El torturador hablaba de su mujer insufrible y del hijo recién nacido, que no lo había dejado pegar un ojo en toda la noche; hablaba contra Orán, esta ciudad de mierda, y contra el hijo de puta del coronel que...

Ahmadou, ensangrentado, temblando de dolor, ardiendo en fiebres, no decía nada.

lunes, 29 de marzo de 2010

Escenas de la vida deportiva, Roberto Fontanarrosa


-Andá cambiándote, Tito -pidió Rogelio, que estaba sentado en el suelo poniéndose las medias. Tito se quedó mirando hacia la cancha, fruncida la nariz.

-¿Nadie vino a reservar la cancha? –preguntó. Jorge haba atado el extremo de una venda al paragolpes del auto, se había alejado un par de metros y ahora la enrollaba prolijamente. No contestó.

-¿El boludo del Ruso no vino a reservar la cancha? -insistió Tito, el bolso al hombro.

-Cambíate Tito -dijo Aguilar-. Ya se van los muchachos.

-¡Ruso! -gritó Jorge-. ¿Reservaste la cancha?

El Ruso ni se dio vuelta para responder, sentado sobre el piso aún húmedo.

-No vine, Jorge -gritó-. ¡Con lo que llovió anoche! Pero no hay drama...

-El Ruso se la piroba a la vieja y la vieja se la presta -asesoró Aguilar.

-¡Ruso! -llamó Tito-. ¿Te seguís haciendo tirar la goma con la vieja cada vez que venís a alquilar la cancha?

-Por lo menos no te la cobrará ¿no? -aportó el Pichicua.

-El Ruso se piroba a la vieja -Jorge ya había terminado de enrollar las vendas-. La vieja no le cobra el alquiler pero después él nos lo cobra a nosotros.

-Esas viejas son perfectas para chuparte el zodape porque no tienen dientes, ¿no Ruso?

El Ruso movió la cabeza de un lado al otro.

-Hijos de puta -reprochó-. Como ochenta años tiene la vieja. ¿No tienen madre, ustedes?

-¿Qué? -Tito eructó-. ¿Te querés culear a mi vieja también?

Se rieron. En la cancha, una multitud de morochos corría detrás de una pelota marrón y deformada. Algunos de ellos con pantalones largos arremangados y descalzos. Jugaban y gritaban. Se reían.

-¡Tienen un pedo éstos! -dijo Marcelo.

-Claro. Si se comieron un asadito allá, detrás del arco.

-Mira la zapan de aquél... Hijo de puta, parece embarazado.

-Éstos no se van a ir más -calculó Tito, indolente.

-¡Cambíate forro! -le gritó Miguel-. Cambiate de una vez y deja de hinchar las pelotas.

-¿Y quién les va a decir que se vayan?

-Tito concedió descolgar el bolso del hombro-. -. ¿Vos les vas a decir que se va­yan?

-¡Ya hablé con uno de ellos, pelotudo! -dijo Aguilar-. Se van ahora nomás.

-Mira la caripela de los negros. Como para decirles algo está...

-Si no se pueden ni mover del pedo que tienen. Juegan cinco minutos más y se mueren...

-¿No se pueden ni mover? -se hizo oír el Ruso, atándose los botines-. Mira cómo la pisa el gordo aquél... ¡recién hizo un gol!...

Tito se sentó sobre el pasto con un resuello.

-Sabes qué ganas de apoliyar que tengo... Me hubiera que­dado durmiendo –dijo.

-Está lindo para dormir -aprobó el Ruso.

-Es al pedo -meneó la cabeza, Miguel-. Lo que es no saber un carajo de fútbol. Estos son los mejores días para jugar, querido. Nublado, fresco...

-Estuvo lloviendo, Negro -se quejó Tito.

-Quieren venir a jugar cuando hay sol y un calor de cagarse -Miguel afeó la voz, doctoral-. Ahí quieren venir a jugar. Cuando no te podés ni mover del calor que hay. Hoy está perfecto, papá.

-Es verdad. Es un día bárbaro -apro­bó el Ruso, que dudaba entre sacarse el buzo o no.

-¡Pero claro, querido! -siguió Miguel-. Ni siquiera hay viento. Es preferible jugar con lluvia que con viento, mira lo que te digo.

-Seguro -Marcelo ingresó en la controversia, desde lejos-. Con viento es una cagada. Nunca sabes para dónde mierda sale la pelota. Con lluvia, cuando le agarras la mano al pique... chau ... ­cuando le adivinas el sapito...

-Es que sale como arriba de un vidrio...

-¡Eso! Ahí está la joda. Pero es mejor que con viento.

-Es que éstos no saben nada, Chelo -se envalentonó Miguel-. Hay que explicarles todo. Quieren entrar al Primer Mundo y se quedaron en la Pulpo de goma...

-No pasaron de la de tiento.

-Se quedaron en la Plastibol.

Tito, luego de sentarse, se había ido dejando caer hacia atrás, hasta quedar acostado con el bolso de almohada.

-Avísame cuando empiece -pidió.

-¡Vestite, boludo! -atronó Aguilar-. Después empieza el partido y todavía te estás cambiando, como el otro día.

Tito se rió.

-¿Cuántos polvos te echaste, Tito? -preguntó Rogelio, que había terminado de enrollar las vendas. Tito seguía riéndose, tapándose los ojos con un brazo. Se le sacudía el estómago bajo la camisa a cuadros-. ¿La colocaste hoy? ¿Te permitió la patrona?

-¿Usted también la puso, Marcelito? -se interesó Aguilar, generalizando el tema.

-Cuatro al hilo.

-¿Y te podes sentar todavía?

-¿No se cansa tu novio? -añadió el Ruso.

Tito se seguía riendo. Pero se levantó de pronto, como alarmado.

-¡Che, esto está mojado!

-Y claro, nabo, si llovió toda la noche.

-¿Llovió mucho? -preguntó Marcelo,

-Yo me desperté a eso de las cuatro y caían soretes de punta-dijo Miguel que había abierto la botellita de aceite verde-. Dije "cagamos"..

-El Negro es como los pibes Jorge, ubicado entre los autos, meaba un neumático-. Se despierta a la madrugada para ver si llueve y si al día siguiente se puede jugar.

-¿Y qué te parece?

-Toda la semana esperando el sábado.

-Che... -Tito había empezado, morosamente, a desabrocharse el pantalón-. ¿Quién trae la pelota?

-Rogelio -Aguilar buscó con la vista y llamó- ¡Rogelio! Vos tenés la pelota, ¿no?

-No -se alarmó Rogelio.

-Ay, la concha de su madre -Marcelo tironeaba de los cordones-. Siempre el mismo quilombo con la pelota. ¡No me digas que no hay una pelota!

-Yo se la di a Pepe el sábado pasado - se encogió de hombros Rogelio.

-Uy, la puta que lo parió...

-Bueno, muchachos... -anunció resignadamente Tito, abrochándose de nuevo el cinturón.

-No. No -calmó Rogelio-. Pepe viene. Viene seguro.

-¿Cuándo hablaste con él?

-Esta mañana. Me dijo que venía. Más, teniendo la pelota. No nos va a cagar así.

-El que no viene es el Flaco -anunció el Ruso.

-¿Por qué no viene el Flaco?-se ofuscó Miguel-. ¿Otra vez nos caga ese hijo de puta?

-No sé, tenía que hacer...

-Pero... ¿será posible? -Miguel se había puesto de pie, deteniendo la minuciosa dispersión del aceite verde por sus piernas.- Yo no me explico. ¿Qué otra cosa más importante que jugar al fútbol podes tener que hacer un sábado a la tarde, decime? ¿Qué otra cosa?

-Tenía que viajar, iba a Córdoba, no sé...

-Pero que se vaya a la concha de su madre, que no venga más.

-Tiene una novia allá, por Alta Gra­cia, que le da cuerda.

-Ya se van los muchachos -el Ruso miraba hacia la cancha.

Los morochos se iban retirando. Había uno tirado en el suelo, boqueando. Otros dos corrían a un flaquito, que persistía en dispararse con la pelota. "¡Cuajada! -le gritaban-. ¡Para Cuajada o te vamos a cagar matando!" Se reían.

Gonzalo, que se cambiaba adentro del auto, por el frío, llegó al trote, endurecido.

-Pediles a ver si nos dejan la bola -sugirió al Negro. Aguilar miró hacia la cancha.

-¡Qué mierda te la van a dar! ¿Y dónde se la devolvés, después?

-Se la llevamos a la casa.

-¡Ni casa tienen estos negros! -se rió Marcelo-. Si vinieron todos en un camión. "Se la llevas a la casa". ¡Mira las amistades que tiene el Gonza!

-¡Boludo! ¡Si no tenemos pelota!

-Gonzalo miraba irse a los morochos, como con pena.

-Ahí viene Pepe. Ahí viene Pepe. Él la trae -tranquilizó Jorge.

-¿Ese es el auto de Pepe?

-Sí. Un Renault.

-¿Rojo?

-Sí, rojo.

-Ese auto no es rojo.

-Espera que pase detrás de la casilla y lo vas a ver bien.

-Sí, es Pepe, es Pepe...

-Es Pepe.

-¡Es Pepe! -certificó, casi desde el centro de la cancha, Marcelo.

-¿Qué haces, Chelo, estás rezando? -le gritó Gonzalo-. Marcelo se había arrodillado y, en un impensable rasgo de pudor, meaba cortito sobre el cés­ped.

-Es muy católico el flaco.

-Che... -Tito se había quedado en calzoncillos y mostraba unas piernas flacas y lampiñas-. ¿Ellos vinieron?

Había logrado interpolar una nueva nota de intranquilidad. Aguilar y Miguel miraron hacia el otro costado de la cancha.

-Sí, vienen -masticó Miguel, que no quería pensar en la posibilidad de suspender-. Vienen. Ellos vienen.

-¿Vos viste a alguno?

-El jueves lo vi en el centro al pelado que juega de cinco. Y me dijo que venían.

-El jueves no, boludo. Ahora, te digo. ¿Acá viste a alguno?

El Ruso pisaba cuidadosamente la cancha casi pelada. Daba saltitos para entrar en calor.

-¡Allá hay uno! -gritó, señalando hacia los árboles de enfrente.

-Ah, sí... -Rogelio se quedó con el pantaloncito en el aire, escudriñando la lejanía-. El morochito que juega de siete. El... ¿cómo le dicen?

-El Bimbo, el Pimba, algo así. La mueve ese hijo de puta.

-¡Qué sorete la va a mover!

-¿Ah no? ¡El zaino que te hizo comer la vez pasada!

-¡Qué va a mover! A tu hermana se puede mover el flaco ese...

-Y con uno solo... ¿Qué hacemos?

-Tito dudaba en sacarse la camisa.

-¡Ya vienen los otros, pelotudo! Vienen todos juntos. El otro día vinieron en dos autos, sobre la hora.

-¿Qué hora es?

-Cambíate, gil, y deja de romper las bolas.

-Chupame el choto -recomendó Tito-. Y pasame el aceite verde.

-Cómprate, si querés aceite verde-negó Miguel-. Miserable de mierda. Vos sos como el otro, el Gonza, que nunca pone guita para la cancha...

-Métetelo en el orto.

-¿Vos sabes como pica?

-¿Nunca te lo pasaste sin querer por las bolas?

-Ay, mamita querida. ¿Y el Fonalgón?

Pepe había estacionado el auto y venía a paso lento hacia el grupo.

-¿Trajiste la pelota? -le gritaron varios.

-La tengo en el baúl.

-¡Y bajala, sota, o te crees que vamos a estar toda la tarde esperando!

-¡Pepe maricón! -chilló Marcelo, distorsionando la voz.

-¡Putazo! -se unió Tito. Pepe, caminando de nuevo hacia el auto, giró hacia ellos y se agarró los huevos. Después siguió caminando.

-¿Cuántos somos? -preguntó Miguel-. ¿Juntamos gente?

-Sí. Estamos. Estamos -dijo Aguilar.

-La concha de su madre puta -farfulló Tito. Se había quedado con la mitad de un cordón del botín en la mano.

-¿Sabes por qué te pasa eso? -asesoró el Negro-. Porque te pasas el cordón por debajo de la suela. ¿Te lo enrollas por debajo de la suela? Así se te rompe.

-¿Por qué no me chupás un huevo, cabezón? -Tito resoplaba reacomodando el largo de los cordones-. ¿Ahora me lo decís?

-Hay que decirles todo, Negro -habló Miguel-. No están para el Primer Mundo.

-Si por lo menos viniera un par más de ellos -calculó Gonzalo-. En el último de los casos hacemos un picado.

-¡Si ellos vienen, ellos vienen! -desestimó Miguel, que había terminado de lubricarse-. ¡Allá vienen!, ¿no ves? ¡Para que te dejes de hablar al reverendo pedo!

-Ahí estamos -musitó Gonzalo, levantando apenas la vista-. ¡Llegaron, che! -les avisó a los otros. Pepe había sacado la pelota del baúl del auto, la apretó un par de veces para ver cómo estaba y después la tiró hacia la cancha donde ya trotaban y hacían flexiones casi todos.

-¡Traela! ¡Traela! -pidió el Ruso, que sólo se ponía locuaz cuando entraba a la cancha. Miguel, en cambio, se mantuvo serio. Fue hasta donde estaba Tito y se puso en cuclillas junto a él.

-Tito -le dijo-. Hoy no te mandes tan­to al ataque. Seguro que por tu lado va a jugar el flaco del otro día, ese que le dicen Trastorno. Es muy rápido. Trata de encimarlo y no dejarlo dar vuelta. Si lo dejas darse vuelta -te pinta la cara porque es un pedo líquido ese hijo de puta. Le vas encima y ponete de acuerdo con Aguilar para que cierre por detrás tuyo si se la meten a tu espalda... -Tito aprobaba con la cabeza, obediente-.. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? -recalcó Miguel-. Porque vos me decís que sí y después no haces un carajo de lo que te digo...

-Sí. Pero decile al Negro. Porque aquél agarra la lanza y se va arriba y después no vuelve en la puta vida.

-Si vos te vas a volantear, yo te hago el relevo, quédate tranquilo. Pero además, yo le digo al Negro -Miguel se puso de pie como si hubiese terminado con la indicación, pero antes de meterse en la cancha, se volvió para decir-. Guarda los bolsos en el auto, Ro­gelio. Nunca se sabe.

A Tito lo único que le faltaba ponerse era la camiseta verde, y puteaba por el frío.

-Loco ¡qué busarda que tenés! -Pepe, desde el suelo, poniéndose los botines, lo miraba y se reía. Tito se miró el estómago como si recién lo descubriera.

-Tengo que salir a correr -calculó.

-¿No salís a correr en la semana?

-No tengo tiempo, Pepe. Debería. Pero...

-Salgamos. Llámame y salimos.

-Sí. Porque así...

-Después se siente en los partidos...

-Te llamo, porque no hay nada más rompebolas que correr solo.

-Después no me llamás nunca, hijo de puta. Ya el mes pasado me hiciste lo mismo.

-Te llamo, te llamo -prometió Tito, pero ya Pepe corría hacia el arco más cercano, donde peloteaban al Lungo. Miguel no se dignaba a patear. Intentaba tocarse la punta de los botines con los dedos y recomendaba "elongá, elongá" a cada uno que le pasaba cerca. Pero, de pronto se irguió y siguió atentamente el curso de una pelota que se iba entre los árboles.

-¡Che...! -advirtió-. ¿No está bofe esa pelota?

-Está un poco globo -admitió el Ruso-. Pero está bien.

Víctor la había ido a buscar casi hasta el terraplén, detrás del arco, y la devolvió hacía la semiborrada línea del área. Marcelo la paró con el pecho y la tiró de nuevo a la copa de los árboles.

-¿Con qué le pegas, hijo de puta? -lo observó, fijamente, Miguel, las manos en la cintura-. ¿Cómo se puede tener tan poca sensibilidad en el pie? ¿Cómo se puede ser tan animal? -Marcelo se reía-. Si te ve Federico Sacchi se muere de un infarto, querido -la siguió Miguel-. ¡Y pretenden jugar al fútbol! ¡Qué agravio a la cultura futbolística del país, por favor! ¡Son jugadores de terraza, nacidos en el centro! ¡Cuánto potrero que te falta, por Dios!

La pelota, esta vez, y quizás inten­cionadamente, le llegó a Miguel, que la puso bajo la suela y miró el arco.

-¿Dónde la querés? -le preguntó al Lungo.

-Pateá y dejá de hinchar las bolas -di­jo el Lungo.

-Decime, decime.

-Ahí -señaló el Lungo, mostrando el ángulo bajo del segundo palo. Miguel le pegó de derecha, con estilo, y la pelota se elevó unos cuatro metros para caer tras el terraplén. Hubo risas.

-¡No! ¡Trae! ¡Trae para acá! -Miguel había salido disparado detrás de la pelota, a grandes trancos, enojado-. ¡No se puede jugar con eso! ¡Es un bofe esa pelota, hay que inflarla!

-¡No rompas las bolas, Miguel! Está bien la pelota. Mejor si está blanda. Dejala así -se quejó Gonzalo-. Después se moja y se pone que pesa una tonelada. Te hace mierda el balero si cabeceas...

-Mirá lo que es esto. Mirá lo que es esto -graneaba Miguel, oprimiendo la pelota con ambas manos-. No se puede jugar al fútbol con esto.

-¡Lárgala! Jorge se golpeó las manos, girando sobre sí mismo. ¡Cómo rompe las bolas el negro este!

-¡Pero si a ustedes les da lo mismo jugar con una pelota que con un ladrillo, querido! -dijo Miguel-. Para lo que jue­gan, todo les resulta lo mismo...

-La verdad que está un poco floja -admitió el Ruso, junto a Pepe.

-Pero es la única que hay.

-¡Muchachos! -llamó, Gonzalo, a los rivales-. ¿Ustedes trajeron una pelota? El Pelado negó con la cabeza.

-Nos dijeron que ustedes tenían. ¿Qué le pasa a esa? -preguntó después.

-¿Tienen un inflador? -Miguel estaba empecinado.

-¿Y qué haces con un inflador, Miguel, si no tenés un pico? -dijo Gonzalo, un poco harto.

-Pico hay. Pico hay. ¿Vos no tenés un pico en el auto, Pepe?

Pepe puteó por lo bajo y se fue para el auto.

-El flaco aquel tiene un inflador -alertó el Ruso, señalando, dentro del grupo de la contra, al que había llegado primero en bicicleta. Miguel se encaminó hacia allí.

-¡Déjalaasí, Negro! ¡Dejala así! ¡Está bien así! –insistió Jorge.

-A ver si todavía la hace cagar este pelotudo -previno Tito.

-¡Ustedes corran! -ordenó Miguel, dándose vuelta y sin soltar la pelota-.¡Muévanse, elonguen que hace frío!

Cuando Pepe llegó con el pico ya tenía el inflador.

-Dame -dijo. Y empezó a escudriñar el cuero de la pelota con los ojos entrecerrados-. ¿Dónde está la marquita?

-Hacela girar, hacela girar -dijo Pepe, con su cabeza casi apoyada sobre el hombro de Miguel.

-Sin anteojos no veo un choto.

-Marquita puta... Es una flechita...

-Una flechita. Pero se le borra des­pués...

Miguel seguía haciendo girar el balón, mirándolo, con la nariz prácticamente pegada al cuero.

-A veces la marcan con una birome...-¡Acá está!

Una minúscula flecha bordada en cuero señalaba un orificio diminuto, disimulado en la costura de dos gajos.

-¿Es este, no, seguro?

-Sí, si, es ese... Miguel carraspeó.

-Metele un gallo -recomendó Pepe. Miguel sostenía la pelota con una mano contra el pecho mientras con la otra manipulaba el pico.

-¡Cómo vas a jugar con la pelota así, macho! -se escandalizó-. ¿Dónde se ha visto? ¡Estos, porque tienen un garfio en el empeine! Juegan al fútbol por­que Dios es grande... No saben un sorete, hay que decirles todo...

-No te comprenden, Miguel.

-Sufro la soledad de los líderes, Pepe...

-¿Qué pasa, Miguel? -se acercó corriendo Tito-. Ya estamos para largar.

Miguel escupió una saliva blanca y espumosa sobre el agujero de la pelota. Le erró por un centímetro. Primero hizo girar el balón, procurando que la oscilación deslizara la escupida hasta cubrir el agujero. Pero luego, apurado, la empujó directamente con el dedo hasta tapar la casi inapreciable juntura. Luego metió la punta del pico hasta encontrar resistencia.

-Ojo... -recomendó Pepe-. ¿Ahí está el agujero?

-Para -dijo Miguel. Sin sacarle el pi­co del inflador, bajó la pelota hasta aprisionarla entre sus rodillas.

-Ojo -repitió Pepe. Miguel hizo fuer­za, empujando el pico.

-No entra el hijo de puta -cerró los ojos.

-¿Estas seguro que está ahí la válvula? ¿No se habrá corrido la cámara?

-No. Está ahí. Está ahí -aseguró Miguel y pegó un nuevo empujón al pico. Se oyó una explosión ahogada y la pelota pareció aflojársele entre las manos.

-La pinché -dijo Miguel, girando la cabeza y mirando a Pepe con cara inexpresiva-. La pinché.

Estuvieron unos veinte minutos más viendo si llegaba alguien con una pelota. O si pasaba alguien que tuviera una. Marcelo se ofreció a ir a buscar una a la casa de un primo, en el centro, pero no sabía si el primo estaba o se ha­bía ido a la isla... Le dijeron que no. A la media hora, Tito comenzó a cambiarse de vuelta. Gonzalo lo puteó por enésima vez a Miguel y rumbeó para el auto.

-¡No se podía jugar así, querido! -reafirmó Miguel-. Se pinchó, mala suerte. Pero así no se podía jugar. Ningún jugador de fútbol que se respete puede jugar con una pelota así.

-Vos te quedaste en la Pulpo, Miguel -hirió Jorge, yéndose-. No estás para la de cuero.

-Y ustedes se quedaron en el Tercer Mundo, hermano -no daba el brazo a torcer, Miguel-. Les da lo mismo pato o gallareta. Total... para ustedes todo es igual...

-Miguel -llamó el Ruso, ya cambiado, en su habitual tono calmo y medido-. Ándate un poco a la concha de tu madre -y aceptó la invitación de Aguilar de volverse juntos en el auto para el centro.

domingo, 28 de marzo de 2010

El Espejo, Gustavo Yandros


Aquel hombre entró a una tienda que se hallaba a pocas cuadras de su departamento. Quería comprar un espejo para su dormitorio. El que tenía se le había roto hacía ya unos cuantos años.

Una vez allí mientras esperaba ser atendido se quedó contemplando el lugar. Le llamó la atención un espejo redondo que había en un costado, en el cual por su ubicación él no alcanzaba a ser reflejado. Pero si se reflejaban los demas espejos que había, las lámparas que colgaban del techo o el inmenso reloj que se hallaba en una pared.

De pronto, cuando una señora se detuvo frente a ese espejo, vió con enorme asombro que su figura no aparecía. Sino que aparecían y desparecían imágenes de tizas, niños corriendo, arroyos y árboles.Luego esta se fué y vino un señor de saco y corbata. Observó que este tampoco se reflejaba. En su lugar aparecían cheques, lujosos autos, botellas de wisky y varias mujeres.

Mas tarde hizo lo mismo un muchacho. Allí, del mismo modo que ocurría con los anteriores, se veía una cancha de fútbol repleta de gente, una casa humilde, pelotas, camisetas de diferentes clubes o aparatos de gimnasia.

Una vez que llegó su turno le preguntó al vendedor que era lo que tenía ese espejo para que aparezcan reflejados objetos en lugar de la gente que se ubicaba delante.
Y este tranquilamente le respondió que ese espejo era especial. En lugar de mostrar a cada uno fisicamente refleja como es interiormente, el tipo de vida que hace, a que se dedica, etc.

Ni bien supo de esta noticia tuvo miedo de ubicarse frente a este y abandonó la idea de comprarlo.

Cuando el vendedor se lo trajo para que lo viera de cerca se quedó enormemente avergonzado. El espejo se puso de un opaco color gris ademas de mostrar una pieza mugrienta y desordenada, ropas gastadas llenas de agujeros, sombras que caminaban tambaleándose y varias botellas de vino vacías.

Sin decir nada dio media vuelta y se fue.

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sábado, 27 de marzo de 2010

Haciendo las Paces, Barbú Gorila

De Barbú,
para todos aquellas personas que escriben.

Las cosas con Florentina estaban mal. Digo cosas para resumir y no explayarme sobre mis vaivenes en carreras universitarias, mi estancamiento laboral, mi pésima relación con sus padres y la semana de retraso que su panza porta. Las cosas estaban mal, pero como poeta de segunda que soy logré, gracias a fragmentos del pasado y promesas carentes de argumentos, inducirla a olvidar el café y acercarla a una cantina ambientada con luces que respetan la oscuridad.

Nos sentamos. A pesar de mirarla fijamente, no encontré sus ojos. Le tomé la mano como un signo de amor, pero ella pretendía algo más que amor, demandaba compromiso. No quería una caricia, fantaseaba con un anillo. El rechazo no se hizo esperar. No le hizo falta levantarse e irse, el golpe fue certero e inesperado así como fue. En la esquina del cuadrilátero, recuperando aire, me atacó la sospecha de que en realidad había entrado sólo al bar. Sabiendo que la tenía enfrente, me abstuve de vomitar lamentos y ocupé mis manos en el menú para fingir desinterés.

Antes que decidiera algo, ya tenía a una mesera de impecable delantal blanco husmeando en mi vida. Tuve suerte de que aceptaran credenciales de obras sociales, porque los sobreprecios de esa carta eran como para la internación. Mi garganta necesitaba dos tabletas de paracetamol, pero los pulmones de Florentina preferían un tanque de oxigeno y no me quedó otra que señalarle el precio. “Es una locura”, le susurré. No obstante, y renuente a aceptar mi suerte financiera, insistió con la famosa frase: “podemos compartirlo”. Siendo que la credencial tenía un límite que me impedía estar de acuerdo, opté por un baño de eucalipto con suficientes muestras gratis de perfume como para disimular.
De no ser por la distracción que provocó un jubilado que le exigía al cantinero que le permitiera llevarse a su casa el sulfato de glucosamina que pedía, nos hubiéramos rendido al silencio. El cantinero le respondió educadamente que podía consumirla adentro, pero el anciano declinó la oferta y se fue con su artrosis a otra parte. Por fortuna la mesera no se demoró y nos sirvió las dos tabletas de paracetamol y una cacerola humeante, diciendo: “ahora vuelvo con las muestras gratis”. Sin dirigirme la palabra, Florentina comenzó a inhalar el vapor. Su cabeza agachada me brindo un mejor panorama de la cantina, y me entretuve con las actividades mundanas del resto de los pacientes mientras consumía las pastillas. Contemplé perplejo cómo un fémur fracturado saciaba su sed con un vaso de clavos, al tiempo que un soldado hospedaba insulina en su cuerpo. Sentí piedad al ver a una elefanta sin trompa llorar desconsoladamente sobre una balanza, y luego escalofríos al distinguir entre el tumulto a un ovíparo que me guiñaba un ojo con un toque de seducción. Un ojo que se transformó en otro que me preguntaba en qué estaba pensando. Florentina se había tomado un descanso de su refresco, y arrinconado le respondí con una mentira: “en nosotros”. Ese era el problema, precisamente no estaba pensando en nosotros y ella lo sabía bien; por más que le mintiera, por más que la quisiera, por más que la amara, sólo me importaba vivir el presente, y el cruce no tardó en llegar.
Sólo que esta vez sí se marcho.

La depresión me llevó a buscar respuestas en el menú, pero para mi sorpresa éste había cambiado. Repentinamente a mi lado, la mesera me sonreía con una expresión que delataba el repentino cambio de dueños. “¿Qué libro desea leer?” quiso saber y le respondí discretamente: “Uno vacío como mi alma”. Al rato me entregó un libro muy liviano que en lugar de hojas tenía plumas. Al abrirlo una ráfaga de viento lo desplumó e hizo que las plumas formaran nubes de palabras. Queriendo leerlas a todas, me subí a la mesa para alcanzarlas, pero las plumas se escabullían de mis manos y adquirieron tanta altura que me forzaron a saltar, aunque mis pesados zapatos ortopédicos me lo hicieran imposible. Los usaba porque siempre alguien tiene que corregirme los pasos, no puedo deambular sólo por la vida, porque correría el riesgo de tropezarme, y les aseguro que no es lindo trastabillar cuando se está escalando una montaña.

El clima se tornó violento. El esfuerzo trabajoso de respirar me hizo lamentar mi pasada avaricia de no pedir el tanque de oxigeno. Tarde o temprano, ella siempre terminaba teniendo la razón.
Esta vez debía enfrentar la angustiante travesía yo sólo.

Aquella cumbre nevada que estaba a varios metros de mí despertó nostalgia por el helado de burbujas que compraba mi abuelo. Un helado gasificado: el invento del siglo XX. Todavía hoy me salpica en la cara la ebullición de la crema. Con mi rostro humedecido comencé a buscar respuestas, encontrando a mi lado una cascada de canillas. Los grifos descendían velozmente, y para capturar uno de ellos liberé mi mano izquierda mientras me aferraba a una roca con la derecha. Logré mi objetivo y prevenir una caída, pero no evité que otro grifo me golpeara el antebrazo. Conteniendo las ganas de gritar, me concentré en girar la perilla del grifo que había atajado, pero de allí no salió ni una sola gota que me pudiera hidratar. Arrojé el grifo para que cayera con los demás y me persigné antes de seguir mi ascenso. A medida que escalaba, la temperatura disminuía y los vientos me desnudaban paulatinamente sin despojarme de ninguna prenda. Al rato, el vértigo se hizo presente para abofetearme cada vez que me detuviera a mirar el pasado. El pánico terminó por inmovilizar mis extremidades, sin dejarme más alternativa que aguardar hasta que emergiera uno de esos recuerdos que no suelen compartirse, que inspiran coraje. Con sólo pensar en él, ocultó mis ojos detrás de mis párpados y me hizo trepar a ciegas por encima de todos mis temores, ignorando los peligros latentes.

En la cima aguardaba mi destino. En la cima estaba ella, estaba la imaginación. Una masa deforme de ideas sin sustento racional, tan deforme que en el momento previo a nacer, a su madre le pusieron una rampa entre las piernas. Una masa porosa que se arrastraba hacia mí como una serpiente al no poder caminar. La idea no me agradaba y quería mi vida de vuelta, por lo que sin advertencia previa ni respuesta a sus súplicas la golpeé, aunque no pude lastimarla ni mucho menos alejarla. Con cada golpe de mis puños emanaba una creación que cobraba vida en mi cabeza y brincaba entre las demás en busca de un padre.

Mi novia tiene una semana de atraso. No puedo abandonarla. No puedo.

viernes, 26 de marzo de 2010

El Karma de Ciertas Chicas, Juan Forn



ESTABAN DISCUTIENDO A GRITOS cuando se apagó la luz. Ellos creían que estaban discutiendo a gritos, o eso es lo que hubieran creído de tener que medir el grado de violencia de la discusión. En realidad, no gritaban para nada, ni los oía ningún vecino, aunque esa preocupación no se les cruzara por la cabeza. Antes quizá sí, cuando empezó todo, como siempre, pero habían llegado a ese momento en que se dicen cosas que uno ni siquiera sabía que tenía adentro, cosas que solamente parecen ciertas en lo peor de una discusión y después no alcanza la vida para arrepentirse de haber dicho, porque quedan grabadas para siempre en el rincón más vulnerable del otro. Era de día, eran las siete de la tarde y por eso no se dieron cuenta cuando se cortó la luz. Ella ya dejaba que el pelo le tapase la cara, fumaba como un vampiro y decía con voz increíblemente áspera cosas como: "Por supuesto que estoy harta, y por supuesto que tengo razón. Vos no entendés nada. Vivís en tu burbuja, y todo lo que no te interesa lo ignorás olímpicamente. Si ves un ciego por la calle te fijás en el bastón, o en los anteojos, o en el perro, pero ni se te ocurre pensar que el pobre no ve. Si alguien cuenta que está angustiado, lo que te asombra es que no haya ido al cine a ver la última película que te gustó a vos. ¿Y querés saber lo que más me revienta? Que siempre trates de pasarla lo mejor posible. Incluso cuando se supone que estás sufriendo. Eso es lo que más me revienta de vos." Él no podía parar de ir y venir por el living, de morderse el labio de abajo y el de arriba y repetir: "¿Qué yo qué? ¿Ah, sí? No me digas".

Después la discusión terminó. O los agotó. Ella movió un par de veces la cabeza mientras daba la última pitada, apagó el cigarrillo y se fue por el corredor. El no fue a ningún lado. Se sentó, por fin, y estuvo mirando por la ventana hasta que le dolió el cuello de tenerlo tanto tiempo torcido. Cuando volvió a mirar el living se dio cuenta de que ya era de noche. No sólo de eso, aunque fue lo que descubrió primero. También supo, de pronto, que ya no la quería. Y peor: que ella lo dominaba. Así pensó: antes yo era salvaje, tenía polenta, no pensaba estas cosas; ella me volvió blando, ahora cuando estoy enfurecido pienso cómo tendría que mostrar que estoy enfurecido, ella es una mierda, ella tiene la culpa y es mucho más idiota de lo que cree si no piensa que yo estoy mucho más harto que ella.

Pensó en otras chicas. Primero empezó a retroceder en el tiempo hasta verse menos poca cosa, hasta verse con otras chicas casi como un héroe, con otras con las cuales no había durado ni un suspiro y por eso parecía tan invulnerablemente joven. Pensó en cada una de sus novias: las que no llegó a besar, las que besó pero no llegó a enamorar del todo, las que le permitieron todo pero no le gustaban tanto. Le parecieron pocas. Entonces pensó en aquellas con las que pudo serle infiel a ella y no le fue. Pero no tenía la absoluta seguridad de que hubieran estado realmente dispuestas. Así que pasó a las amigas de sus amigos. Empezaron a desfilar por su cabeza escenas fugaces en cocinas y pasillos, silencios levemente incómodos y cargados de sentido, miradas furtivas, torpes, intensas. Todas las escenas venían con ruido de fondo: carcajadas, música, vasos y botellas tintineando, voces que tapaban otras voces.

Iba a pasar a las amigas de ella pero se quedó sin fuerzas. Volvió a odiarla por haberle quitado la ferocidad, por haber acelerado el paso del tiempo. Pensó en cómo creía él que iba a ser a los veintiséis cuando tenía veinte años. No; ése no era el problema. La casa. Eso sí. Se alivió de que hubiera espacio suficiente para que pudieran en ese momento no verse o ignorarse, y se volvió a amargar cuando pensó que uno de los dos iba a quedarse con la casa, que uno de los dos tendría que irse (él, le daba odio que fuese él), o que tendrían que venderla. En la oscuridad total sintió que conocía esa casa de memoria, que podía ir y venir a oscuras sin chocarse con los muebles, acertando a tientas el lugar justo del picaporte, de la manija del cajón, de la perilla de la luz. Qué importaba que ella hubiese elegido los muebles y el color de las paredes. Él trataba a la casa como a un ser vivo, él caminaba de noche por los cuartos y conocía los más mínimos murmullos y crujidos de cada ambiente. Él hablaba con la casa cuando tenía insomnio.

Entonces pensó en todas las cosas que no había podido hacer desde que estaba con ella. No hubo enumeración; las pensó en abstracto, como un todo que le faltaba entero y absolutamente, como una sola cosa indefinible. Ella seguramente no se daba cuenta de eso, tampoco. Ella ni siquiera se atrevía a pensar cosas y no hacerlas. Ella tenía más miedo, aunque el domesticado fuese él. Se sintió más generoso, más vulnerable, más herido y heroico que ella. En realidad, se empezaba a sentir como un estúpido.

No. Estúpido no; solo. Solo como una pizza bajo la lluvia. Eso era robado: Lou Reed, o Zappa, o algún otro. A oscuras uno está más solo, pensó, y eso sí que era de él. Siguió pensando: a oscuras de verdad, cuando hay apagón, cuando no existe la posibilidad de zafar, de prender una luz o la televisión, de poner un cassette, de hojear una revista, de abrir la heladera, ni nada. A oscuras, en una casa a oscuras, en un barrio a oscuras. Como ahora. Afuera no se oía ni siquiera el caos del tránsito sin semáforos. Nada. Se asomó por la ventana. Cerró los ojos, volvió a abrirlos. Era igual. Entonces empezó a oír algo: un rumor. El rumor del pensamiento de todos los que estaban pensando lo mismo que él. Como si, en la oscuridad, los edificios se convirtieran en una colmena cerebral hiperactiva. De cada ventana abierta salía el mismo rumor, que espesaba más la noche húmeda y silenciosa. Eso era la soledad, eso era lo que estaban pensando todos los que estaban pensando lo mismo que él en ese momento. Que sus novias o mujeres no entendían un carajo de nada, que las chicas ajenas o solas quizá sí entendieran y quizá estarían encantadas de tener a su lado tipos así, de poder elegir.

Pensó también que cuando volviese la luz todos iban a olvidarse ipso facto de lo que habían pensado. Prenderían la televisión, pondrían la música a todo volumen, se reconciliarían con sus chicas casi sin darse cuenta, en cuanto las viesen preparar una picadita o llegar de la rotisería con un paquete humeante de canelones. Como si lo que pasaba en esa oscuridad fuese algo provisorio, para matar la espera únicamente, como si no fuesen ellos los que pensaban sino el fastidio del apagón y de la inactividad obligada.

Pero a él no. Él no iba a olvidarse de todas esas cosas. Y no sólo de eso. Él empezaba a ver ahora lo que haría de su vida, a partir de ese momento. Algo sencillamente espectacular, tan simple y perfecto que le pareció increíble no haberlo pensado antes. Algo épico, solitario, altruista e insanamente divertido a la vez. Algo que consistiría en repetir y perfeccionar lo que se le ocurrió en un bar esa misma tarde, cuando la chica de la mesa de al lado pidió un agua mineral bien helada y él la vio tan enloquecedoramente perfecta que pensó: "Ni un submarino con tortas negras sería capaz de arruinarte, creéme". O lo que pudo decirle a la pelirroja de pecas y cara de sueño que vio subir a su colectivo esa mañana: "Hasta que te vi mi día era en blanco y negro". Eso era lo que iba a hacer. Porque esas dos chicas no sólo eran descomunales, también parecían tener una conciencia casi dolorosa de su belleza. Y parecían necesitar sutiles corroboraciones para seguir conviviendo con lo que eran. No piropos, sino dosis verbales de fe. Había millones de chicas por la calle que creían realmente que ser lindas era un problema, un verdadero karma que nadie parecía tomar en serio. Y él iba a convertirse en el auténtico paladín de todas esas chicas cuya belleza les exacerbaba la sensibilidad acerca de sí mismas y las inquietaba cada vez más. Una especie de peregrino sensual, inoculador de secreta fe en el corazón de las chicas más dolorosamente hermosas que se le cruzaran por el camino, y todo por el imperativo estético de defender el áspero fulgor de esa belleza. Calculó que, si se dedicaba a fondo a eso durante digamos veinte años, a la larga tendría la casi seguridad de ser, en gran medida, el artífice de la hermosura de todas las mujeres que pisaran las calles de Buenos Aires, el visionario descubridor de aquello que sería el elemento esencial de todas ellas, su más profunda identidad.

Y la culminación de ese apostolado sería que una de esas chicas, la más increíblemente hermosa y lúcida, la más eternamente joven de todas, se daría cuenta y se enamoraría de él, sentiría que había una complicidad esencial entre los dos y conseguiría que él abandonara su solitario peregrinaje y se fuese con ella a ser felices para siempre. ¿Infantil? Era una idea totalmente extraordinaria. O acaso no existían hombres capaces de apreciar eléctricamente la belleza femenina y el karma que significa la belleza para esas chicas. El asunto del romance coronando su tarea era, quizás, un poquito excesivo, ¿pero quién era él para negar los milagros?

Miró el reloj: las diez y dos minutos. Se levantó del sillón y volvió a asomarse por la ventana. Iba a gritar, o algo así. Qué esperaban los de Segba para devolver la luz. Empezó a decir en voz baja: "Ahora, ahora, ya viene, falta poco, cada vez falta menos, que vuelva de una puta vez". Tanteó hasta encontrar la perilla de la lámpara. Apretó, pero nada. Respiró hondo, contó de sesenta hasta cero y volvió a probar. Nada.

Entonces empezó la picazón. De golpe, porque sí. Se pasó la mano por la cara, después se rascó con las uñas, pero le picaba en el hueso. Empezó a frotarse la mandíbula con las dos manos, con una suave y con la otra fuerte, y a ponerse nervioso. Pensó que se le estaba hinchando la cara, y de pronto tuvo la imperiosa necesidad de comprobar frente al espejo si su mandíbula estaba igual que siempre. Fue hasta el baño, sin hacer ruido, descalzo como estaba. Se acercó al espejo y apoyó las manos en el vidrio. Apenas alcanzaba a distinguir un charco de negrura frente a su cara. Apoyó la frente, cerró y abrió los ojos. La picazón iba cediendo. Pensó por qué las disyuntivas tenían que ser así de terribles. O era él que se planteaba las cosas a la tremenda. Había algo que justificaba empezar de nuevo con todo el razonamiento, pero de sólo pensarlo volvía a sentir esa piedra de odio en el plexo, ya fría, cada vez más fría. Hasta de eso tenía la culpa ella, hasta el odio le había domesticado.

Entonces volvió la luz. No en el baño, pero sí en otras partes de la casa y en las ventanas del edificio de enfrente. Oyó un murmullo que podía ser de alegría o de revancha y empezaron a sonar de golpe televisores y radios. Él pensó: fin del interludio reflexivo, la vida continúa. Pero no se movió. Alcanzaba a distinguir las cosas que había sobre la mesada del baño, por la daridad que entraba por la ventana y llegaba del living: el vaso con los cepillos de dientes, la Prestobarba azul, los frascos de perfume de ella. Retrocedió dos pasos y miró hacia la ventana. Pero ahí se quedó, clavado al piso. La bañadera estaba llena de agua, y en el agua estaba ella. Desnuda, con los ojos cerrados, la frente llena de gotitas de agua y el pelo empapado echado hacia atrás, sobresaliendo del borde, suspendido en el aire y goteando.

Pensó: está mojando el piso. Pensó: está muerta. Pero el agua se movía casi imperceptiblemente, al ritmo de la respiración de ella. Miró un rato largo las tetas que subían y bajaban apenas en el agua. Pensó: está dormida, no le importa que vuelva la luz, ni siquiera se dio cuenta de que estuvimos a oscuras, porque ella no piensa, no se plantea nada, nunca va más allá de ella misma. Pensó: ya no la quiero. Pensó: y ella, ¿me querrá?

Retrocedió dos pasos más, agarró uno de los cepillos de dientes, siguió retrocediendo hasta salir del baño y se lo tiró desde ahí. Ella se despertó en el acto. Chapoteó ridículamente, estiró las piernas bajo el agua y, echando la cabeza más para atrás y un poco al costado, dijo, demasiado fuerte, como si fuese necesario que la oyeran en toda la casa:
-Miguel, ¿volvió la luz?

Él se quedó en donde estaba, aguantando la respiración. Ella volvió a llamarlo, pero esta vez dijo Miguelito. Él pensó: puta de mierda. Pensó: debería matarla en este momento. Después prendió la luz del pasillo y quedó con las manos apoyadas en el marco de la puerta del baño.
-¿Estabas ahí todo el tiempo? -dijo ella-. Me quedé totalmente dormida, qué increíble. ¿Es muy tarde?
-Tarde para qué -dijo él.
Ella se incorporó un poco, movió la cabeza para un lado y para el otro y se pasó la mano por la nuca.
-No sé -dijo con esa voz que a él le ponía los pelos de punta-. Para que me dés un masaje, por ejemplo. -Y miró de reojo hacia la puerta.

El seguía como hipnotizado el movimiento de la mano que iba y volvía por el cuello, debajo del pelo mojado. Sintió que algo cedía y algo se endurecía en su cuerpo, y pensó que, si realmente iba a convertirse en el paladín sensual de las mujeres, tenía enfrente una que parecía necesitar una ayudita para seguir soportando su belleza. En el momento en que se frenó delante de la bañadera ella miró hacia arriba y le dijo, formando las palabras sin sonido: ¿Hacemos las paces? Después, la sonrisa fue atenuándosele en la boca y le empezó a brillar en el fondo de los ojos, temible y desvalida al mismo tiempo.

Mientras se metía en la bañadera, él pensó si eso que estaba pasando era el principio de una maratón altruista o apenas una claudicación más. Pero no le importó demasiado; siempre le había resultado difícil pensar adentro del agua.

jueves, 25 de marzo de 2010

El Corazón Delator, Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! –aullé–. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

miércoles, 24 de marzo de 2010

El Tío Facundo, Isidoro Blaisten


PARA QUE SE den cuenta de cómo era mi familia antes de que matásemos al tío Facundo, mejor dicho, antes de que llegase el tío Facundo, les voy a contar lo que decía cada uno de nosotros.

Mamá decía: Los perros presienten cuando se está por morir el dueño, no hay cosa peor que operar con fiebre, la penicilina consume los glóbulos rojos, decía los chicos se deshidratan en verano, decía los varones tiran más para el lado de la madre y las nenas para el padre, decía los chicos de matrimonios separados siempre están tristes, decía los médicos israelitas son los mejores, decía siempre el peor hijo es el que la madre más quiere, decía los que más tienen son los que menos gastan y a lo mejor un pobre, decía pensar que ya tenía el cáncer adentro, decía el empapelado junta bichos, decía antes la gente se moría de gripe.

Papá decía: La natación es el deporte más completo, los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, los militares y los marinos son todos cornudos, los viajantes también, la verdad que lo mejor para afeitarse es la navaja, no hay como un buen vaso de vino tinto en invierno, y una cervecita en verano, las flacas suelen ser tremendas, el vino tinto no se toma frío, fumar negros es mucho más sano que fumar rubios, ningún médico opera a su propia señora, si al final todo lo que quiere el obrero es su churrasquito y su vaso de vino, piden limosna y tienen una cuenta en el banco, a los ladrones habría que cortarles las manos y colgarlos en Plaza de Mayo, el mejor abono es la bosta de caballo, la plata está en el campo, al asado hay que comerlo de parado, los del campo no tienen problemas: unos choclos, un par de huevos, matan un pollo y listo.

Mi hermana decía: No hay cosa más linda que ir al cine cuando llueve. Un pájaro solo se muere de tristeza. A los que son blancos el sol los pone colorados en seguida, a los morochos no, van rodando de hombre en hombre y después. Odio las películas que hacen llorar. Me encanta aprender, y aprender. No como algunas que se casan de blanco. No sé la directora para qué insiste con el método global.

Yo decía: La verdad que a la industria alemana hay que sacarle el sombrero. Los japoneses son muy traicioneros. La natación saca músculos flojos. A los tipos chinchudos la bronca se les pasa en seguida. Hasta que no me reciba, nada de novias. Yo lo que quiero es estudiar, la política fuera de la facultad.

Así era mi familia hasta que llegó el tío Facundo.

Papá trabajaba en el ferrocarril, Sección Tráfico de la estación Retiro. Se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba mate mientras se leía el Clarín de punta a punta y después caminaba las siete cuadras hasta la estación Saavedra. Mamá cuidaba la casa, regaba las plantas y miraba televisión. Mi hermana hacía pirograbado, era maestra y estudiaba de asistente social. Yo estudiaba Ciencias Económicas y era empleado de Contaduría en Casimires Bonplart.

De chicos, recuerdo que mamá y papá hablaban en voz baja del tío Facundo. Cuando mi hermana o yo nos acercábamos, ellos interrumpían la conversación.

En verano, después de cenar, papá sacaba a la puerta el sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo daba vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana.

En esas noches, sucedía que cada vez que papá, después de comentar cómo iba la medianera, volvía a contar otra vez de cuando le publicaron su carta de los lectores en Clarín, no sé por qué, mamá siempre hablaba del tío Facundo.

El tío Facundo era el hermano de mamá y de la tía Fermina. Papá no lo conocía ni nosotros tampoco. Cuando mamá se puso de novia con papá, el tío Facundo ya había desaparecido. Cuando tuvimos edad para comprenderlo, mamá nos contó que el tío Facundo se había casado en Casilda y que su mujer había muerto misteriosamente, y que las malas lenguas y la tía Fermina decían que el tío Facundo la había matado.
El tío Facundo era la oveja negra de la familia de mamá. La tía Fermina decía que para ella no existía como hermano, y que por su culpa había muerto de disgusto la abuela.

Un día recibimos un telegrama del tío Facundo:
“Queridos hermanos y sobrinos: llego viernes 10. Tren internacional Posadas.»
Papá no quería recibirlo, pero mamá dijo que a pesar de todo era el hermano, y que el pobre muchacho debía sentirse muy solo, y que si no quería ir a la casa de la tía Fermina y elegía nuestra casa, por algo sería.
De manera que el viernes 10 a las 23.45 estábamos todos en la estación Chacarita. El tren venía como con dos horas de atraso y mientras esperábamos en la confitería se armó una discusión.

Papá decía que el tío Facundo era un vago y que si era por unos días podía estar en casa, pero que no se fuera a creer que él lo iba a mantener toda la vida. Mamá y mi hermana decían que basta que uno esté al borde de un precipicio, para que en vez de ayudarlo le pisen los dedos. Yo no decía nada. En eso vino el tren.
Nos costó trabajo encontrar al tío Facundo. La única que lo conocía era mamá y nosotros le mirábamos la cara a ella. Por fin lo divisó.
Estaba parado contra una columna, aferrando un paquete corno una caja de zapatos entre las manos.

Y entonces, cuando lo ví me pareció que lo conocía desde siempre, desde toda la vida. Es que el tío Facundo daba esa impresión. Y cuando estuvo junto a nosotros, alzó en el aire a mamá, la besó, a papá le dio un abrazo que lo hizo toser, a Angelita la levantó como a una novia, y a mí me apoyó una mano en el hombro sin decirme nada, mirándome como si fuera un cómplice.
-¡Vengan, vamos a tomar algo! –exclamó–. Quiero mostrarles unas cosas.

Papá dijo que primero había que retirar el equipaje. Pero el tío Facundo no traía equipaje solamente la caja de zapatos.

En la confitería pidió vino blanco para todos. Mamá y papá se miraron. Salvo papá (un poquito con mucha soda), en casa nadie tomaba vino. Pero mi hermana, que estaba como en las nubes, quería ver a toda costa lo que el tío Facundo había traído y la verdad que todos estábamos intrigados y nos tomarnos todo el vino y hasta dos vueltas. Mamá estaba desconocida y se reía a carcajadas, sobre todo cuando el tío Facundo levantó la tapa de la caja y le entregó el mantón paraguayo tejido en encaje de ñandutí por las indias, era de unos colores impresionantes, hermoso, era algo que mamá había ambicionado toda la vida.

Y esa noche, el tío Facundo nos conquistó a todos, A todos nos regaló las cosas que ambicionamos toda la vida. A papá una caja de habanos. Habanos de La Habana. Los mejores, los más caros, no los apestosos charutos que Michelim le traía de Brasil. Habanos.

A mi hermana le regaló un anillo y un collar haciendo juego. Los eslabones entraban unos adentro de otro y se achicaban y se alargaban y cuando se cerraban quedaba un aguamarina colgando entre los eslabones de oro y plata. Mi hermana pegó un salto y le dio un beso.

Cuando me entregó el cuchillo creo que me sentí mal. Era una daga de hoja Solingen Arbolito, cabo y vaina de plata con incrustaciones de oro, cincelado con un trabajo como jamás volví a ver otro igual.

Nos tomarnos otra vuelta de vino. Papá pagó y nos fuimos a casa en taxi. Y esa noche, salvo el tío Facundo, nadie en casa pudo dormir.

Esa fue la primera batalla que nos ganó el tío Facundo. A veces pienso de qué le sirvió. Pero también pienso de qué nos sirvió a nosotros haberlo matado. De qué le sirvió a mamá el haberlo ahogado con la almohada, de qué le sirvió a papá el haberlo estrangulado y a mí clavarle el cuchillo que me regaló, entre el esternón y los grandes vasos, mientras mi hermana le cortaba las venas con una yilé.

De qué nos sirvió todo eso, pienso, si el tío Facundo sigue estando ahí, incrustado en la pared del patio, de costado, como un nadador, reducido quizás, o quizá quede el hueco de la carne, mientras la argamasa sigue calcinándose al sol, y el tío Facundo sigue metido adentro de la pared… Pero eso fue después, mucho después, cuando no nos quedó otro remedio que matarlo.

Al día siguiente de aquella noche memorable, el tío Facundo fue el primero en levantarse. Y esto fue también memorable, porque en todo el tiempo transcurrido hasta su muerte (y ahí precisamente) siempre fue necesario despertarlo durante largo rato.

Era sábado y el tío Facundo fue al patio y junto a la pared medianera que después iba a ser su tumba, encontró las latas vacías de brea y encontró las herramientas y con eso le construyó a mamá una especie de estantería para el sucucho, y después fue a despertarla con un mate.

Al mediodía, cuando todos nos levantarnos y vimos lo que el tío Facundo había hecho, nos quedamos maravillados de su habilidad manual y entonces recuerdo que él nos dijo que el verdadero trabajo es el que se hace con las manos, y que lo demás, los números y los papeles, son un simulacro y una cobardía.

Ese almuerzo fue una fiesta. El tío Facundo se la pasó contándonos cómo había recolectado el arroz en Entre Ríos y las anécdotas de las estancias de Corrientes donde había trabajado. Pero lo más gracioso fue cuando nos contó las cosas que había hecho cuando fue sepulturero en Casilda y mandó a mi hermana a comprar dos botellas más de vino. Después mamá, con los ojos brillantes, propuso jugar a la lotería, pero el tío Facundo dijo que mucho mejor era el póker y todos nos miramos porque nadie sabía y después estaba el problema del mazo.

Entonces mamá preguntó cómo eran las barajas y el tío Facundo le explicó y mamá fue a buscar al ropero y vino con toda una caja intacta que tenía un dominó, una perinola, dos mazos y las fichas, que había comprado en la liquidación de Gath y Chaves.

–¿Son éstas? –preguntó, mientras les sacaba el papel de celofán. Por suerte eran, y el tío Facundo nos enseñó a jugar y el póker nos resultó el juego más maravilloso y apasionante que habíamos conocido en nuestra vida, y primero las fichas no tenían valor y después les pusimos diez pesos, y después cincuenta y después cien y papá mandó a mi hermana a traer dos botellas más de vino, pero el tío Facundo dijo que mejor era traer dos de cubana, y cuando Angelita estaba por salir cayó la tía Fermina.

Cuando la tía Fermina vio lo que había sobre la mesa, casi se muere. Ni siquiera saludó al tío después de tantos años. Lo insultó, le dijo de todo. Mamá, que parecía medio borracha, salió en su defensa. Papá movía la cabeza como ausente y decía:
–Haya paz. Haya paz.

Pero de pronto papá se levantó y le tiró un bofetón a mi hermana por encima de la mesa, y desparramó todo, las fichas y la plata, y gritaba como un desaforado:
–¡Pero qué esperás, estúpida, traé la cubana de una vez!

Era la primera vez en mi vida que veía a papá levantarle la mano a mi hermana. Angelita salió corriendo para el almacén, y el tío Facundo se levantó y se fue al patio y se quedó fumando junto a la medianera, mirando las estrellas que ya empezaban a aparecer.

Ahora que lo pienso, parecía que el tío Facundo sintiera predilección por esa pared donde ahora está empotrado, de perfil y rodeado de ladrillos con la boca y los ojos llenos de cemento, aunque a lo mejor ahora no quede más que el aire rodeando al esqueleto… En fin, habría que golpear esa pared.

Bueno, al final la tía Fermina se fue, y al principio nadie tenía apetito, pero
después, el tío Facundo empezó a contar chistes y mandó a mi hermana a buscar dos botellas más de vino y le enseñé a mamá a preparar los saltimboquis a la romana y cenamos como reyes y continuamos con el póker, nos tomamos también las dos botellas de cubana y seguimos jugando al póker hasta las seis de la mañana.
Al día siguiente los vecinos se quejaron y papá, que por primera vez en su vida había faltado al trabajo, le quiso pegar a Michelini.

Y así empezó todo. Papá y el tío Facundo iban todos los sábados y domingos a las carreras. Mamá les daba sus ahorros para que jugasen. Angelita trajo a todas sus maestras amigas y el tío Facundo les enseñaba a bailar el tango y después se acostaba con ellas. Mamá era feliz como una descosida y salía todas las noches con el joven poeta, y el tío Facundo decía que eso era bueno, que era salud y era la vida, que en la vida las cosas había que matarlas viviendo, que la belleza y la pornografía debían ir juntas y que el gran problema de la gente, cuando no había guerras, era que se aburría. Por eso, decía, los vecinos se pasaban la vida en la puerta viviendo de la vida de los demás, que los chismes eran una forma del romanticismo frustrado y que la gente consumía revistas de crimen y pornografía porque lo necesitaban, porque le suplían la vida, porque la verdadera vida era un vendaval.
Yo traje a los muchachos de la facultad para que lo escuchasen.

Hasta ahí todo podría haber seguido muy bien. Papá, que siempre fue un tipo incapaz de matar una mosca, le había roto el alma a casi todos los vecinos, y primero entraron por la variante de respetarlo y después se hicieron habitués y lo seguían a papá admirando sus cuadros.
Papá había descubierto su “vocación dormida”, como decía el tío Facundo, y sus cuadros estaban por toda la casa, y Michelíni venía a casa y se quedaba mirándolos largas horas. A veces los ojos se le nublaban, lo palmeaba en la espalda a papá y se iba en silencio.

Yo habla cambiado, sentía que emitía un magnetismo personal. Las chicas de la facultad me adoraban y venían a casa.
Todos vivíamos. No había un minuto, ni un resquicio donde tuviéramos que pensar lo que podríamos hacer.
Todo estaba como aceitado de vida. Por las noches se bailaba, se jugaba al póker, se escuchaba al tío Facundo, mamá leía las últimas cosas del joven poeta, papá pintaba, leía la fija, se peleaba. Todos vivíamos.

Pero a mi hermana se le dio por hacerse la intelectual de izquierda y ahí empezó la toma de conciencia. Primero empezó con el sensualismo embrutecedor de la burguesía, y después siguió con el diálogo entre católicos y marxistas. Papá a toda costa quería pegarle. Entonces Angelita se alió con la tía Fermina.
La tía Fermina vivía masticándose el odio. Desde que apareció el tío Facundo, quiso venir a casa con su prédica, dos o tres veces, pero le tenía miedo a papá, que cada vez que la veía le quería pegar. Y ésta fue su gran oportunidad.
Lo primero que hizo la tía Fermina, ayudada por mi hermana, fue introducirse un domingo en casa, mientras todos dormíamos, y con la espátula destrozó todos los cuadros de papá.

Pobre papá. Parecía el retrato de Dorian Gray. Yo recuerdo su semblante cuando vio los lienzos cortajeados, los pomos vacíos, los bastidores pisoteados. No dijo nada, ni una palabra. Pero el lunes volvió a ser el mismo de antes. Se levantaba a las cinco, tomaba mate, se leía el Clarín de punta a punta y a la noche se iba a la puerta con la sillita baja, mientras adentro todos bailábamos, o jugábamos al póker, o escuchábamos las poesías del joven poeta
Y entonces, papá también tomó conciencia, y se alió con mi hermana y la tía Fermina. De cualquier forma, aún antes de que la tía Fermina diera el próximo paso, antes de que me convenciera a mí (porque mamá fue la última en rendirse, aun cuando fue la que demostró más saña cuando ahogó al tío Facundo con la almohada), aún antes de que papá fuera ganado por la tía Fermina, digo, algo había comenzado a romperse, algo que le facilitó las cosas a la tía Fermina. Era el verlo a papá como un marciano, distinto, caminando entre nosotros, explicando cómo los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, mientras los que quedábamos junto al tío Facundo vivíamos.
Y a la tía Fermina no le fue difícil conquistarme.

Y ya la vida comenzó a declinar. Pero mamá era irreductible. Era la amante del joven poeta (que según el tío Facundo veía en ella a la madre y a la mujer). El muchacho estaba enloquecido por mamá y le escribía unos poemas maravillosos, pero mamá estaba sola. Y entonces la tía Fermina triunfó. La agarró a mamá y le planteó el dilema: –Sos la única que queda. O matamos a Facundo o matamos al poeta.

Venció el amor. Esa noche decidimos matar al tío Facundo. Lo encontramos dormido, con una sonrisa inolvidable. Papá lo estranguló y yo le di la primera puñalada entre el esternón y los grandes vasos. Mi hermana le abrió las venas con la yilé. La tía Fermina organizaba todo.
Nos costó trabajo desprender a mamá, que quería seguir ahogándolo con la almohada.
Después lo pusimos de costado y levantamos la medianera alrededor de él. Y eso es todo.

Y ahora que el tío Facundo está ahí muerto, metido en esa pared para siempre, calcinándose al sol, no puedo dejar de mirarla con cierta melancolía, sobre todo en las noches de verano, cuando papá saca a la puerta el sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo doy vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana, y mamá dice: los perros presienten cuando está por morir el dueño, y papá dice: la plata está en el campo, y mi hermana dice: no sé la directora para qué insiste con un método global, y yo digo: los japoneses son muy traicioneros.

martes, 23 de marzo de 2010

Inocencia, Mario Benedetti


YA ES BASTANTE haber llegado a la cornisa y ver la calle, abajo, sin que se me vaya la cabeza. Hay un hombre remoto que fuma junto al farol y de tanto en tanto se quita el sombrero para rascarse la nuca. A veces escupe por el flanco del cigarrillo. Desde ahí puede vernos, a Jordán y a mí. Si esa maldita hembra llegase de una vez. Todavía nos falta alcanzar la ventana, pasar el corredor, salir a la terracita y encontrar la tapa. Verdes nos lo ha revelado en solemne confidencia, con las comisuras de los labios temblando de borrachera y de deseo, la noche en que perdimos el examen de física y nos quedamos hasta la una tomando caña en lo de Brito. En realidad, a Verdes se lo había dicho Arteaga, y, a éste, el único que efectivamente había penetrado en el ducto: el mellado Soler. Pero el mellado murió en febrero y no es posible echar en saco roto su consejo: “Ojo con la tapa; de dentro no puede abrirse.” Somos cinco los que sabemos que en el Club existe ese pasaje, de setenta centímetros de ancho y quince metros de longitud al que dan las rejillas de los baños que usan las muchachas. Pero nadie se anima. Sólo Jordán y yo. Ahora el que fuma empieza a despotricar porque la mujer ha llegado con atraso. Después se calla, como para instaurar el ambiente adecuado a la bofetada que rebasa el silencio y, contra lo previsto, no va seguida de ninguna palabra. Entonces ella lo toma del brazo y se lo lleva hasta la esquina, recalcando los pasos en el empedrado.

Por fin. Avanzamos dos metros en la cornisa, con la boca abierta, sin vértigo aún, a la expectativa. Verdes dijo que la ventana está después del recodo, y, efectivamente, Jordán alcanza el marco. Abajo, en la calle cortada, no pasa nadie. Damos el salto. “Bueno”, dice Jordán, “ya pasó lo peor”. Pienso que llevo puesta la camisa blanca, con las flamantes ballenitas de aluminio. “Nos vamos a ensuciar”, digo. “No seas marica”, dice Jordán, “vamos a divertirnos”. Yo creo que sí que vamos a divertirnos, pero también que me voy a arruinar la camisa. “Si lo decís por la ropa, no te preocupes”, dice Jordán, “no podemos entrar vestidos.” “¿Y esto dónde lo dejamos?” “Aquí.” Dice aquí porque hemos llegado y está pisando la tapa. Tiene dos argollas, es cuadrangular y muy pesada. Todavía no sé si podremos moverla. Nos quitamos la ropa y recién nos damos cuenta de que la noche está fría. En cualquier otro momento me hubiera hecho gracia ver a Jordán, sobre la terracita, en calzoncillos. Pero lamentablemente no me hace gracia ahora. Me siento frío y ridículo y tengo miedo de que llueva y se me moje el traje.

Sí, conseguimos levantar la tapa. Jordán se mete él primero por la abertura, se tiende en el túnel y comienza a arrastrarse. A la luz de la luna, veo pasar el pescuezo, los hombros, la cintura. Veo pasar el trasero, las rodillas, los pies. Y entonces me decido. Las paredes son ásperas y viene por el ducto un vaho caliente, desagradable. A medida que avanzamos se vuelve más caliente, más nauseabundo, más agrio. No puedo arrastrarme demasiado rápido porque choco con los pies de Jordán. Siento que se me desgarran los calzoncillos, que algo me raspa un hombro, pero sigo, sigo porque vamos a divertirnos, porque vamos a ver cómo son. A los siete u ocho metros, el vaho cálido e invisible se convierte en niebla iluminada. Las rejillas son ésas. Jordán dice: “Es allí.” Yo repito: “Es allí.” Parece que habláramos debajo de la tierra, en un infierno. Jordán se ha detenido, porque choco otra vez contra su planta. Le hago cosquillas con el pelo para que no se detenga. Entonces avanza y deja libre la primera rejilla.

Nos establecemos: yo en la primera, él en la segunda. Pero adentro no hay nadie. Tanto riesgo, tanta cornisa sobre la calle, y ahora no hay nada. Estamos empapados y yo pienso en el traje. Jordán dice: “Mirá.” Miro y está Carlota, la vicecampeona de ping-pong, envuelta en una toalla. Abre la ducha y prueba el agua. Se quita la toalla y vemos cómo es. Jordán dice: “¿Y?” Yo no digo nada. Ahora tengo vergüenza. Quería verlas desnudas, pero no así. Es mejor imaginar a Carlota cuando juega al ping pong, de pantaloncitos, que verla ahora verdaderamente desnuda, sin los shorts y sin nada. Entonces alguien grita o canta, yo qué sé. Carlota responde con gritos más agudos. Y otras dos, ya desnudas, con la toalla en el brazo, entran a los saltos. La rubia gorda es la señora de Ayala, la rubia flaca es Ana Cristina. Se sientan en el banco largo a esperar que la otra termine su baño. El vapor se mezcla con mi transpiración y se despeña en chorritos por mi piel ablandada. Las piernas más lindas son las de Carlota. “Mirá qué senos, che”, dice Jordán. Sí, también los senos. “El culo, che”, dice Jordán. Sí, también eso. Entonces la rubia flaca se pone a bailar sola y la rubia gorda la contempla con rabia. Después se le arrima y bailan juntas. Carlota se queda mirándolas y dice que dejen eso, que ahora viene Amy y saben cómo es. La muy zorra, dice la de Ayala, pero suspende el baile. No me gusta la de Ayala, me gusta Ana Cristina, pero es estúpido que bailen entre ellas. Claro que más me gusta Amy, pero a ésta no quiero verla. “Vamos”, digo. “¿Qué?”, dice Jordán, asombrado. “¿Tan luego ahora?” “Por mí quedate”, digo, y empiezo a arrastrarme hacia la salida. Ahora sé cómo son. Eso me alcanza. Además tengo vergüenza, calor y repugnancia.

Con la mano derecha voy recorriendo el techo, pero no encuentro nada. No quiero creerlo, pero choco con la pared. Con la pared final. Voy otra vez hacia adelante, pero no encuentro nada. Me arrastro hacia atrás, vuelvo hacia adelante, pero la desesperación no me impide entender que han cerrado la tapa. Regreso a las rejillas y llamo: “Jordán.” “Ah, volviste”, dice, satisfecho. “Jordán”, repito. No puedo decirle más, me da asco verlo tan confiado, mirando cómo Ana Cristina se enjabona la espalda. “La tapa”, digo. Me mira distraído, sin comprender todavía. “¿Qué?”, dice. “¡Está cerrada, bestia!” Nos insultamos en un ronco susurro y en la primera pausa descubrimos el miedo. Ahora Jordán tiene los ojos agobiados y la boca entreabierta. Se ha perdido, yo sé que se ha perdido. “Pero... ¿quién la cerró?”, balbucea. A mí no me importa quién la haya cerrado. Miro por la rejilla y está la señora de Ayala lavándose el pescuezo. Los senos le caen ahora y son pulpas fláccidas, sobadas. Los pezones le cuelgan como ciruelas negras. Pienso que por esto, sólo por esto hemos caído. Y es poca cosa, es una horrible, abominable cosa. “Dejame pasar”, dice Jordán. El miedo lo ha deformado. Parece un mono vicioso, enloquecido. “Voy a fijarme yo.”

No quiero apartarme, es muy angosto. Entonces retrocedo y él me sigue. Claro, la tapa está cerrada. Jordán no dice nada y vuelve a las rejillas. Otra vez me deslizo siguiendo sus pies. Siento un estremecimiento en las rodillas, pero Jordán está mucho peor. Se ha perdido, yo sé que se ha perdido. Llora convulsivamente con su cara de mono y yo no puedo derretirme de piedad. Pero me derrito de sudor y de miedo. “Vamos a llamar”, dice. Entonces sé que no vamos a llamar, que la solución tiene que ser otra. “No”, digo. Nada más. No sé de dónde vienen esos pasos. Jordán se calla y nos miramos en silencio, cada vez más furiosos y decididos. Los pasos son de Amy. Pero no quiero verla. No quiero verla así. Claro, ella no sabe, abre la canilla, se acaricia las piernas. Sé que Jordán no espera, sé que ahora va a gritar. Me parece imposible pero llego a su boca. Es espantoso, es enloquecedor luchar aquí, con mis dedos de miedo en su garganta blanda. Sí, se ha perdido. Yo ya lo sabía. Entonces se le afloja su cara de mono, y vuelve a ser Jordán. Jordán de quince años. Jordán muerto. Aunque yo no sé nada y Amy está en la ducha y no puedo llamar. Porque no quiero admitir su presencia, sentirla inerme, sola, pura hasta lo insufrible. Pero soy un idiota y me castigo. Mi boca se abre dócil, para lanzar un grito. Un alarido atroz, irresistible. Porque soy un idiota y me castigo, y Amy rosada y húmeda, se asombra, se conoce, se desprecia, se escapa, mientras yo grito el grito de Jordán.

lunes, 22 de marzo de 2010

La Salvación, Adolfo Bioy Casares


ESTA ES UNA historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente.

Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo"- sin duda estaba pensando el tirano- "¿es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?".

Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. “Por humildes que sean- dijo indicando el pájaro- hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".

domingo, 21 de marzo de 2010

Cábalas, Federico Bareiro


GOL. El hijo de mil puta de Dennis Bergkamp acaba de meter el 2 a 1 para Holanda faltando pocos minutos. Nos volvemos. Se terminó el mundial para nosotros. No bastó con ganarle a Inglaterra, cuando Dios decidió ponerse los guantes y dejarse la barba candado para tapar los penales. Miro la cara de los jugadores argentinos, veo como se les caen las lágrimas. La voz del relator me deprime. Quiero apagar el televisor pero en una vaga búsqueda no veo el control remoto. En el piso hay una pila. Seguramente mi viejo, que ahora putea en voz alta, habrá reventado el control remoto contra la pared producto de la ira. Yo me quedo quieto. Veo el festejo holandés. Parece mentira pero mi mamá ya está pensando que va a hacer de comer. Acabamos de perder un mundial pero para ella "ya está". A mí me pasa algo raro, veo a todos los jugadores llorando tirados en el campo de juego, socorridos por el cuerpo técnico; pero no siento que sean responsables ellos. Tengo culpa. No pude evitar ir al baño en el entretiempo y lo pagué caro. Juro que no tomé nada después del almuerzo. Pero los nervios parecen haberme jugado en contra y en el entretiempo me dieron ganas, no muchas, de ir al baño. Me confié y fui. Acabo de recordar que cuando volví hice algunos chistes sobre algunos jugadores. ¿Para qué? ¿A cuántos hice reir? Mirá lo caro que lo pagué. Que lo pagamos. Mirá la bronca de mi viejo. Si supiera que la culpa fue mía por romper una cábala. Me trataría de egoísta, de querer ser siempre el ombligo del mundo. Por eso no lo digo, me voy a hacer cargo. Rompí la cábala. Todos los partidos que jugamos en el mundial estuve sentado en el lugar más incómodo, casi sin respirar, analizando mis movimientos más que el de los jugadores. Nunca fui al baño en un partido. Ni siquiera en las eliminatorias, ¡aún cuando ya estabamos clasificados!. Hoy sí; y mi único consuelo es sentirme un pelotudo.

Mi mamá me pregunta qué quiero cenar. Ni siquiera la miro, sigo mirando la pantalla y ella hace un chiste. Si supiera que le está echando nafta al fuego. Afuera el sonido ambiente es cero. No pasa absolutamente nada. ¿Cómo cargo esta mochila cuatro años?. Decido pararme, agarrar las llaves e irme sin emitir sonido alguno.
Llega el ascensor y en él una vecina que no conocía llorando. Parecía evidente el motivo del llanto y mezclado con mi odio ni siquiera le pregunte si le pasaba algo. Pero quizá era cómo mi mamá, que se acababa de enterar que había habido un mundial y tal vez le pasaba algo importante. Digo importante sin restarle importancia a un mundial, claro está. "¡Un mundial!" me digo a mí mismo como si recién ahora me diera cuenta de lo que perdimos. Siento un plus de bronca y cierro el puño. Habiendo bajado 2 pisos y tratando de hacerle creer, sin éxito, que recién me percato de su llanto, le pregunto: "¿Te pasa algo?" Ella no me contesta. "¿Estas bien, che?" Se seca las lágrimas y me dice: "Gol. El hijo de mil putas de Dennis Bergkamp metió el 2 a 1 sobre el final. Fin. ¿O no lo viste, pelotudo? Y fue mi culpa, rompí mi cabala. ¿No me viste acaso todos los días de partido con la camiseta original? Y hoy ¿qué? Mi mamá la puso a lavar y chau, afuera del mundial. Se terminó. ¿Justo hoy tenia que lavar esa camiseta? ¿Cómo no querés que llore, pelotudo? Debés pensar que estoy hecha mierda y puede ser pero ,¿Cómo cargo esta mochila cuatro años?" Me quedé mirándola desorientado. Desde que me subí hasta llegar a planta baja dijo nueve veces la palabra "pelotudo", pero en cierto modo me sonó más a un cumplido que a un insulto y hasta me dió cierta ternura. Sonreí. Me desligué de toda culpa y cargo. En primer lugar porque la madre de esta chica puso a lavar su camiseta mucho antes de que yo vaya al baño en el entretiempo del partido de hoy. Pero después en una segunda lectura la desligué a ella también. ¿Por qué nos íbamos a hacer cargo? ¿Qué tan indulgentes somos los cabuleros con los demás?

Me quedé hablando con ella en planta baja, dentro del ascensor. A los veinte minutos nos sentimos libres de culpa y cargo y decidimos tomarnos el primer colectivo e ir para el obelisco. Sabíamos que allí ibamos a encontrar a ese hijo de mil putas qué rompió su cábala antes que nosotros.

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